Mural de la Memoria | Violencias y solidaridades
Sueño con los pies
María Jordán
Hoy retomo la pluma para revivir memorias agridulces de una lucha. Recordar a aquellos y aquellas que decidimos soñar con los pies.
Por cinco largos meses, nos levantábamos de madrugada (cuando podíamos conciliar el sueño), y aún con sereno en los ojos, nos poníamos en marcha para poner nuestros ideales de justicia en acción. ¿Qué buscábamos? Algo muy simple: detener el aumento súbito en la matrícula y, con ello, luchar por que la educación universitaria pública estuviera asegurada para todos. Comprendíamos que la implementación de aquel aumento era sólo un inicio de un plan mayor.
Entendíamos que hay algo más importante en la vida que un eterno culto al “yo”. En aquella faena diaria muchas veces sentimos miedo, no sólo por la mano represora del estado – que no se hizo esperar – sino por esas violencias domésticas, que tanto duelen y de las que poco se habla, de aquellos que no entendían nuestro compromiso y, que quizás, en silencio, temían una respuesta desmedida y cruel de las autoridades. En eso no se equivocaron.
Recuerdo las súbitas apariciones de agentes infiltrados irrumpiendo en la placita de Humanidades con la idea de llevarse por la fuerza a algún estudiante y arrancarnos de las manos nuestras expresiones democráticas exhibidas en cartelones. Recuerdo, además, las emboscadas para tratar de sitiarnos, las lluvias diarias de gases lacrimógenos y los encuentros – frente a frente – con la mirada sangrienta e impávida de los miembros de la Fuerza de Choque. Vale destacar la solidaridad de todos los miembros de la comunidad universitaria. Vi a muchos profesores repartir, temblorosos, pero tremendamente valientes, hojas sueltas de apoyo. Vigilar nuestras espaldas y las de todos se convirtió en una rutina diaria.
En uno de aquellos momentos de hostigamiento y persecución, nos vimos obligados a meternos a un salón al que, de seguido, entraron unos policías encubiertos. Sus intenciones eran claras. En un segundo, con un dedo acusatorio comenzaron a señalar a aquellos a quienes se llevarían arrestados, o, pensábamos entonces, sabrá Dios a dónde los llevan. Aquellos minutos se convirtieron en horas, momentos de una angustia y de un profundo temor, por nosotros, por nuestros compañeros, por nuestros familiares y por el país. Aquel incidente nos hizo ver de cerca el rostro más siniestro del Estado. Y volvimos a sentir miedo. Algunos en nuestra ingenuidad juvenil nos preguntábamos cuán lejos puede llegar el poder que prefería hacer del campus un campo de batalla antes que entablar un diálogo. Sin embargo, todo aquel aparato represivo nos unió más, nos hizo más fuertes, nos reafirmó en la importancia de aquella pequeña, pero importante lucha.
Algunos en nuestra ingenuidad juvenil nos preguntábamos cuán lejos puede llegar el poder que prefería hacer del campus un campo de batalla antes que entablar un diálogo. Sin embargo, todo aquel aparato represivo nos unió más, nos hizo más fuertes, nos reafirmó en la importancia de aquella pequeña, pero importante lucha.
Sentimos miedo, sí, pero fuimos valientes, como siguen siéndolo los que continúan en el presente, desde distintos frentes, esa lucha.
En un país en el que la lucidez, el compromiso con los demás, y la valentía tienen un precio muy alto, en el que muchos exhiben con sus actos un doctorado en manipulación y en cinismo hay que tener el cuero duro para abrir la boca. Lo más triste es que lograron vestirnos de un rostro que no teníamos, siempre mostrando el lado iracundo de aquellos a los que pretendían mancillar para siempre. Aún llevamos en la frente ese carimbo. Lo asumimos con orgullo, esperanzados de que esa terca rutina mental que empaña a muchos se disipe. Tal vez la torpeza y la insensibilidad de los últimos años les quite el antifaz a los verdaderos villanos de esta película: aquellos que han impuesto moratorias a la palabra franca y promueven el silencio.