De la danza y la importancia de los archivos*
Alma Concepción
Alma Concepción en “Retablo Puertorriqueño: San Juan 1600.” Música de Joaquín Rodrigo.
Coreografía de Antonio Machín. Festival de Teatro Puertorriqueño. Teatro Tapia. Mayo de 1961.
Creo que el comienzo de mi interés por los archivos se lo debo a mi madre, Ada Suárez, quien fuera historiadora. Siempre que rebusco en la memoria encuentro mis recuerdos infantiles entremezclados con las fotos diarias que tomara mi mamá. Entre los papeles que doné recientemente a la Biblioteca de la Universidad de Princeton se encuentran cinco álbumes de familia de los años 1939 a 1945 organizados cronológicamente
Cada foto tiene una inscripción con el día, año y lugar donde fueron tomadas. Desde niña presencié esa precisión, ese afán de registrar los datos, los nombres de las personas y los lugares, de contar los hechos con absoluta exactitud, elementos todos que fueron los nortes de Ada Suárez cuando años más tarde se dedicó a investigar y a publicar la primera biografía de Ramón Emeterio Betances. A esa tarea le dedicó ella gran parte de su vida, escudriñando por las bibliotecas y los archivos de Europa y de América las pistas de la biografía del ilustre abolicionista y revolucionario.
Fue también mi madre quien me instó a que continuara preservando mis memorias profesionales, así como las colectivas. Continué esa labor desde 1946 hasta estos días, completando 42 álbumes de documentos organizados cronológicamente, entre ellos recortes de periódicos, programas, escritos, fotos, cartas y memorabilia, que constituyen la mayor parte del archivo que doné a la Biblioteca de Princeton. Así pues, mi archivo no fue concebido en un momento dado, sino que, por decirlo de alguna manera, nació conmigo. Pude recoger en ellos datos de mi formación y de mis experiencias sobre todo en el mundo de la danza tanto en Puerto Rico como en la diáspora. Fue importante para mí pensar en la preservación de esa memoria como testimonio de la vitalidad del arte y de la compleja madeja cultural, social y política de esos años. En este escrito comparto testimonios de algunas de mis experiencias con la práctica dancística en Puerto Rico y en la diáspora consignadas en los álbumes.
Alma Concepción y su mamá, Ada Suárez, despidiendo a Blandina Rojas,
bisabuela de Alma, en el vapor San Jacinto, Nueva York, 1939.
Foto de Gilberto Concepción de Gracia.
Desde muy niña fui a estudiar piano en la ya legendaria Escuela de Música Figueroa en San Juan. Más tarde la escuela se mudó a Santurce. Mi tía abuela Pepa me acompañaba a las clases. Íbamos a pie desde la Avenida Wilson donde vivía mi familia hasta la Calle Dos Hermanos. Aprendí desde entonces a conocer y a amar ese Santurce tan poblado y lleno de vida anterior a la transformación que han supuesto los proyectos del llamado progreso y de la modernización, cuya especulación y falta de sentido histórico han precipitado la despoblación y el deterioro de sus barrios.
Desde muy temprano, mi madre me matriculó en clases de piano y de baile porque quería abrirme caminos que ella no tuvo. Mi maestra de danza española desde los diez años fue Gilda Navarra, quien fuera una de las bailarinas y coreógrafas más destacadas de la danza en Puerto Rico. Fue co-directora de Ballets de San Juan junto a su hermana, Ana García, de la primera compañía de danza clásica, baile español y coreografías puertorriqueñas, organizada en Puerto Rico en 1954.
Retrato de Gilda Navarra
Dibujo del artista español José Manuel Capuletti.
Madrid, década del 1940.
Trabajé bajo la mentoría y la dirección de Gilda por 30 años. Ella fue no solamente una gran artista, sino que fue consciente de su legado y construyó un archivo que donó a la New York Library for the Performing Arts. Yo fui testigo de su cuidadosísima labor durante todos esos años y fue ese otro de los motivos que me inspiraron a continuar con la gestión de documentación de mis archivos.
En esos años Puerto Rico estaba inmerso en un proceso de grandes y contradictorias transformaciones sociales que estuvo acompañado de debates culturales y políticos intensos. La función principal que cumplió Ballets de San Juan fue no solamente en términos de la danza, sino que abrió nuevas perspectivas sobre la creatividad y la tradición. Sus proyectos congregaban compositores, artistas, escritores y escenógrafos que se unían con gran pasión, generosidad y entrega en una intensa labor colectiva, visual y sonora, en colaboración con la danza y el movimiento.
Recuerdo en especial a los grandes artistas Lorenzo Homar (sus carteles anuales, diseños de vestuarios, sus máscaras y serigrafías), a Rafael Tufiño (su cartel y su pintura Trasbastidores) y a Irene Delano (su diseño de vestuario del baile español en La Cenicienta). Igualmente recuerdo a los músicos Jack Delano —La Cucaracha Martina, Suite de Juventud, La Bruja de Loíza—, Héctor Campos Parsi —Juan Bobo y las fiestas, Urayoán—, Amaury Veray —La encantada, Cuando las mujeres— y al joven escritor Luis Rafael Sánchez —La espera. La colaboración de estos artistas incluyó su presencia en la elaboración de las piezas, en los ensayos y funciones, así como muchas reuniones en el estudio de la Calle Canals #262 en Santurce, donde se forjaron profundos lazos de amistad. Aprendimos mucho de sus prácticas artísticas, del diálogo con ellos y de sus posicionamientos políticos. Aunque estos trabajos se dieron en el marco del gobierno del Estado Libre Asociado y de su fuerza policial represiva, estuvieron marcados por nuevas perspectivas sobre el poder de la creatividad y por una voluntad de imaginar la danza, el arte y la música como expresión y reconocimiento de la autogestión. La riqueza de este proyecto nos permitió replantear la fuerza del arte a través del cuerpo en el Puerto Rico de esos años. Esa experiencia temprana fue decisiva para mí.
Ana García y las pianistas Irma Isern y Nydia Font
en Chicago, en ocasión de que Ballets de San Juan fueran invitados
al Festival de las Américas en agosto del 1959. Ana, Irma y Nydia
aplauden al Ballet Folklórico de México en el Loyola Park.
Foto: Life en Español, 5 de octubre de 1959.
La obra de Gilda Navarra estuvo orientada desde sus comienzos por la continua búsqueda de nuevos desafíos y por la pasión de transitar por caminos que condujeran a una orilla desconocida para hacerla propia. Se ausentó de la compañía en 1961 para estudiar pantomima en París. En plena madurez, Gilda se transformaba. Su transformación se había ido construyendo sobre experiencias formativas en Nueva York, España, y por último París. A su regreso a Puerto Rico Gilda concibió la pieza titulada La historia del soldado. Esta pieza responde a una sensibilidad antibélica compartida por todos los integrantes del proyecto. Sin duda se inserta en el contexto de la oposición a la guerra de Vietnam y, sobre todo, de la lucha intensa contra el servicio militar obligatorio de los puertorriqueños. En esa obra Gilda ya no buscaba coreografiar sino encontrar un estilo particular en el movimiento, un nuevo lenguaje extraído de la línea divisoria entre danza clásica y moderna, entre teatro y pantomima.
Alma Concepción interpretando el personaje de la Novia en el ballet
La Bruja de Loíza. Ballets de San Juan (1956).
Foto de Arturo Melero.
La historia del soldado (junio 1971). De izquierda a derecha:
Alma Concepción, Rafael Enrique Saldaña, José Luis (Chavito) Marrero
y Ernesto González. Foto de Arturo Melero.
En 1972 Gilda fundó su obra fundamental, el Taller de Histriones. Una de las piezas clave del repertorio que creó junto a los miembros de Histriones fue Ocho mujeres, inspirada por La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca. En sus años en España, Gilda había descubierto la obra radical de Lorca que marcó muchas de las ideas y poéticas que la llevaron a concebir obras renovadoras en Puerto Rico. La obra de Gilda Navarra y de Histriones supo interpretar metafóricamente los dramas políticos de las décadas del 1960 y 1970: las utopías, las opresiones personales, los terrorismos de estado y el feminismo, entre otras.
Estos mimodramas, como Gilda llamó a las piezas, estuvieron siempre concebidos a partir de una rigurosa disciplina, pero dentro de una práctica de improvisaciones colectivas. La práctica del taller, es decir, del trabajo colectivo, fue para mí la norma que me guió en el establecimiento de una escuela de danza en Río Piedras, así como en mis proyectos futuros.
En el 1982 mi familia y yo nos mudamos a Princeton, Nueva Jersey. En 1984 conocí a algunos miembros activistas de la comunidad latina con los que compartí sobre temas de raza y clases sociales. Pero fue la poeta Carmen Puigdollers, que entonces trabajaba en el Congreso Boricua de Trenton, la que me inspiró a organizar un taller de danza con niñas y niños de la comunidad. Escribo sobre esa experiencia en mi libro Memorias: danza, cuerpo, voces (Editora Educación Emergente, 2024). Ahí reflexiono sobre cómo se fue transformando mi práctica docente —que ya venía desarrollando desde mi Escuela de Baile en Puerto Rico— y también hablo sobre las implicaciones políticas que supuso el trabajo artístico a través de una práctica social.
Ocho mujeres (circa 1974). Foto de Arturo Melero.
Sentada, la gran actriz Luz Minerva Rodríguez interpretando a Bernarda Alba,
Alma Concepción en su falda como Adela muerta
y al fondo las hijas, interpretadas, de izquierda a derecha, por Anamía Reyes,
Maritza Martínez, Carmela Rivera, Mary Jane Toro y
Wanda de la Cruz.
Al hablar de la danza me parece importante tomar en consideración sus contextos culturales y políticos. No es posible entrar en ese importante tema en todas sus dimensiones, pero en la Fig. 7 muestro una instancia del proyecto que llevé a cabo durante 26 años. Se trata del Taller de Danza. Era una organización voluntaria dedicada a introducir la danza y el movimiento a un grupo de niños en Trenton, la capital del estado de Nueva Jersey, una ciudad económicamente deprimida y caracterizada por grandes desigualdades sociales. El proyecto se fue desarrollando con el tiempo, primero con familias puertorriqueñas y luego dominicanas, mexicanas y guatemaltecas. Un día una niña preguntó si podíamos bailar un cuento, a lo cual respondí: “Sí, si ustedes lo inventan.” Y así lo hicieron, dando paso a una serie de cuentos bailados que se representaron en varias comunidades de Nueva Jersey y Nueva York. El Taller de Danza fue aceptado por la comunidad, no tanto en el sentido tradicional, sino más bien como un lugar para compartir experiencias. La danza fue un medio perfecto para el autodescubrimiento de la comunidad y para reformular el sentido y las formas de la danza. Lo más valioso fue cómo una comunidad puede canalizar su creatividad, preservar su legado y transformarlo.
Finalmente, quiero destacar que estamos viviendo en un momento histórico en Puerto Rico y en muchas partes del mundo en que no sólo hay nuevas preguntas sobre las relaciones entre danza y política, entre danza y comunidades, sino que también se está transformando nuestra idea de lo que debe ser un archivo y cómo debe estar organizado. Me gustaría señalar que una de las muchas contribuciones de la danza experimental en estos años en Puerto Rico y sus diásporas ha sido demostrar que la danza no ocurre únicamente en un espacio teatral, sino que se da en espacios públicos inesperados. Todo ello transforma los archivos.
“Diferente y diminuto”. Cuento que representaba la historia de un arbolito diferente a los demás. En el proyecto del Taller de Danza el baile abrió
una posibilidad para el auto-reconocimiento cultural y para la preservación y transformación de varios legados.
Foto de Arcadio Díaz-Quiñones.
En la Biblioteca de la Universidad de Princeton ya hace tiempo que hay una colección literaria latinoamericana importante, y una significativa colección de artes gráficas. Pero ahora esos archivos también le han hecho un lugar a la danza, gracias en gran medida al bibliotecario Fernando Acosta. El archivo que yo doné a la Special Collections de la Biblioteca es, allí, el primer archivo de danza, en este caso sobre danza en Puerto Rico y la diáspora.
Ahí se encuentran documentos que, como dice Beatriz Llenín, “dan cuenta de décadas del arte del cuerpo en movimiento y de sus transformaciones y vínculos con nuestras luchas sociopolíticas”. Recordemos el contexto histórico de los años 50: la Guerra de Corea, la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos y, en Puerto Rico, la insurrección nacionalista, el establecimiento del Estado Libre Asociado, el macartismo, y la emigración organizada por el Estado. Ese contexto histórico marcó a Ballets de San Juan profundamente, permitió algunas iniciativas e impidió otras.
Los documentos relativos a mi renuncia a Ballets de San Juan en 1977 (que aparecen en esta edición de Categoría Cinco) revelan visiones estéticas y sus vínculos entre arte e identidad nacional, reclamos laborales, y políticas públicas del Estado. También son testimonio de la importancia que tiene la organización de los archivos en la recuperación y preservación de la memoria histórica y cultural de nuestro país en todas sus complejidades.
*Este texto se basa en una charla ofrecida en el Programa Encuentro de Gestión Cultural de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras, el 11 de noviembre del 2022.
*Alma Concepción es bailarina, coreógrafa y estudiosa de la danza. Fue solista en Ballets de San Juan e integrante del colectivo Taller de Histriones, y dirigió su propia Escuela en Río Piedras. Ha publicado ensayos sobre música y baile caribeños, y fue profesora invitada en las universidades de Rutgers, Princeton y Michigan. Fundadora del Taller de Danza, una organización comunitaria en Trenton, New Jersey, también fue colaboradora del Programa Gente y Cuentos en New Jersey, Nueva York y Puerto Rico.
