El archivo intervenido

Agnes Lugo-Ortiz

Procedente del griego arkhêion ( “el guardián de los documentos”), que a su vez es un derivado de arkhé (“magistratura” o “mando”), y que más tarde sería incorporado al latín tardío en el vocablo archivum, desde su significado primero, el “archivo” se refería a la residencia de los magistrados, al lugar donde se albergaba al que arbitraba la ley y, por personificación, a la ley misma (Coromines). Para Anaximandro, y otros filósofos antiguos, arkhé denotaba lo primordial, la primera substancia, el principio primero (del cual se generaban todos los cielos y los mundos); emparentado con la palabra mon(arca), que significa lo iniciático y más eminente, lo que manda y tiene poder. Es notable que en México (según lo apunta el Diccionario de la RAE) “archivo” también llegara a significar “cárcel o prisión”.  De modo que el archivo es aquello que conjuga saber y poder, orígenes y ley, pero a su vez, las estructuras de encierro que aseguran su preservación.

En un sentido no del todo ajeno a estos primeros significados, para Foucault el archivo es “la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares” y los dispositivos que permiten que ellos “no se amontonen en una multitud amorfa”; un dispositivo de regulación y de ordenamiento discursivos. Es la ley de lo decible y lo no-decible (La arqueología del saber). Pero con la misma, dice, el archivo conlleva en sí el germen de su propio descoyuntamiento y reorganización—su potencial de fuga. Intervenir el archivo es, pues, un inmiscuirse en la Casa de la Ley, un desarticular las coherencias de sus enunciados—y de la díada saber/poder—, una irrupción en los vínculos que han atado su autoridad al devenir de una comunidad. Es una precipitación de la fuga, apostando a nuevos ensamblajes.