Felonía en el Museo Frick

Áurea María Sotomayor

Jean-Honoré Fragonard
Estudio para El avance del amor. La persecución, 1771
Museo Frick, NYC

a Dafne Almar

En Williamsburg, las muchachas
caminan con botellas de vino bajo el brazo
como si fuera pan francés,
y en las librerías abundan historias de mujeres
cual mercancía de la revolución sexual de los sesenta.
Aún recuerdo las novelas de Anaïs Nin
y el perfume que exhuma sus gardenias.

En Brooklyn, los boricuas han vivido por décadas.
Todavía operan negocios en la acera del frente
o fondas muy criollas a donde acuden
para saciar el paladar, las papilas, la lengua.
Conviven con otros inmigrantes,
checos, rusos, italianos,
con ancianos españoles dueños de tiendas fetichistas
donde el culto al ludismo y al ornato bulboso
se aviene con la simpatía del dueño,
emigrante de la Barcelona
de la Guerra Civil, quien susurrando me revela
que en pocas semanas viajará al Caribe a ver a sus amigos.

En la esquina de Williamsburg,
devoramos arepas
mientras nos tomábamos fotos
al fondo de los espejos fragmentados
en aquella pared enmarcada de yedras.
La pose difuminaba la luz que exudaba la intensidad
de un día congelado,
pero caldeado en el esplendor del regocijo.
En la puesta en abismo figuramos nosotras.

Conozco a Frick desde Pittsburgh y sé la historia
de cómo malogró la huelga a fuerza de mercenarios,
con la Guardia Nacional a su servicio.
La pieza que cierra la exposición permanente
del museo/casa en la ciudad de Nueva York
dice que nadie lo quería
desde que le hizo aquello a los obreros del acero.

No sé por qué sólo un guardián sonrió en su museo.
Y estaba en el pasillo de la luz
que colinda con el Central Park.
Una galería cundida de relojes
antiguos daba la hora, y refulgía
para dar fe de una maquinaria arcaica,
más precisa.

Entra tanta luz al corredor
que finalmente aparece un jardinero
recogiendo las macetas florecidas.
Azuladas violáceas aquellas flores frágiles
entre las manos del jardinero de los Frick.
Los muchos sembradores de otra casa,
la mansión de Point Breeze,
cultivan tulipanes, pero no son iguales.
En las mañanas succionan hojas con trompas sopladoras
cuando llega el otoño, mientras el vecindario
subsidia el impacto de su hilera de árboles deshojados.
Sin embargo, en Manhattan, pese al fin del otoño,
era posible vislumbrar, de frente al Central Park,
a un hombre joven durmiendo sobre el banco
con un mundo de brisa recorriendo su cuerpo
sin que ninguna hoja perturbara su sueño.

Pese a los lienzos, gobelinos y óleos que traslucen las telas,
la entrada frontal a la mansión permanece clausurada
y un gendarme eficiente que ostenta un uniforme nuevo
indica la entrada correcta, hacia el costado.
Apunta hacia el corredor de la derecha
y no al de la izquierda, destinado tan solo
a la salida, advierte.
Recuerdo aquella anécdota en el Tate Modern
cuando dos niños y su madre entraron apiñados
por uno solo de los ángulos de la puerta giratoria.
Ninguno de los interpelados escuchó la amonestación
pues el júbilo de la infracción amortiguaba el sermoneo.

Desde adentro, yo calculaba el recorrido de las salas
e intentaba interpretar la escena de Cézanne
colocada en la bóveda:
la de los torsos refulgentes y atléticos,
cuasi desnudos sobre el césped cuidado,
y las acuarelas y tintas del desgarbado de Pigalle
escogiendo a mujeres alegremente vestidas de varón,
como George Sand, con un mohín muy cuir.
Todas esas imágenes se hallaban colocadas
al costado de la salita donde vendían reproducciones.

Pero en el espacio que se hallaba
justo en el centro de la mansión,
desfilaban los paneles de Fragonard,
los lienzos de Gainsborough y las telas de Turner en Holanda.
Colgar allí los óleos de Van Gogh hubiera esparcido
pólvora de desequilibrio sobre aquellos pasteles sosegados,
en disenso con el timbre de sus explosivos amarillos,
sus abismados ocres, sus azules nocturnos.

En The Departure of the Argonauts, de 1487,
puede apreciarse un barco en primer plano,
un mulato desnudo un poco más allá,
una amazona a punto de volar,
y la intuición de que allí se preparaba un festín.
En la monumental perla barroca que cuelga
del lóbulo femenino en la pintura de Vermeer,
Mistress and Maid,
se advierte la opacidad epocal.
Todo el lienzo parece difuminado por el airbrush.
Mientras, no se puede pisar fuera de la alfombra,
no se pueden rozar los muebles con las telas.
Mi ropa se interpone entre la vista y lo que miro,
no me puedo acercar.
No se puede respirar sobre los cuadros,
no puedes llevar la gabardina sobre el brazo,
la tienes que portar.
No se puede admirar ni acercar ni sorprender,
porque la vida dejaría demasiado ruido
sobre el tiempo de los cuadros.
No puedo estremecerme
ni detenerme demasiado sin devenir un ente sospechoso.
La próxima vez llego desnuda para no rozar.

La mujer permanece alerta vigilando infracciones,
se apresta al ejercicio de evitar que vean
lo que ella misma está impedida de mirar.
La obligan a mirarnos como otros,
que recorremos galerías como bestias de presa,
bestias que miran y sopesan
bestias en estado de excitación perpetua.

Ella repara demasiado en aquello que no quiere
clava los ojos, se esmera en observar y nos desprecia:
vela porque no ve. Sólo devela quién es
cuando está en vela. Eso se llama delación.
Otro, de gesto similar, se detiene tras de mí.
He devenido sospechosa, soy reprendida
por el bulto a la espalda, la estatura,
el rumor excitado de mis ojos demasiado oscuros.

Si supieran que el bolígrafo verde al portador,
es más letal que el flash de un turista insensible,
o una tela que roza o un pie que se adelanta al cuadro.
Se le llama arma blanca, y conlleva una pena inferior
a un delito grave, como arrojar tinta o agua hacia la Mona Lisa.

Como todos han sido advertidos respecto al uso de las cámaras,
ahora lo punible es la posibilidad del roce de la tela y el mueble.
Se desgastan los cuerpos, prendas y utensilios. Al cuadro
no me puedo acercar, a menos
que calcule el no roce de la tela contra la materia,
la imposibilidad. El gendarme se ubica detrás
para ver lo que anoto.
Pero no entiende, no sabe lo que el cuaderno dice.
Escribo en español, y giro,
para que no funcione el merodeo.

Los barcos frente a las ciudades
el verde del agua y el azul temperado del cielo
la tempestad en la falta de luz que no reluce.
Son todas ciudades embarcadas en lo acuático,
Venecia, Antwert, Dieppe,
en este salón donde todo está intacto,
donde no hay anegación, como en el Zong.
Quizá algún lienzo recuerde la zozobra, acaso en Liverpool.

Camino sobre alfombras que estrían el espacio
de mis pies muy mortales,
impelidos a aproximarme al cuadro.
En algunas habitaciones no hay tapiz,
pero lo suple una franja entre el mármol
y el piso de maderas nobles.
Colgadas allá arriba están
las vidas tristes de Millet, el sembrador, la tejedora,
conviviendo con la burguesía sonrosada y blanca de Renoir
paseando por el Jardín de Luxemburgo,
o aquellas hojas de pétalos acorazonados
cubriendo las cabezas de las mulatas de Gauguin
en Martinica. Frick no se daba cuenta de la diferencia,
como estos guardias no perciben el ansia.
Pero Frick se daba cuenta de la diferencia,
como lo haría un coleccionista.

La felonía inventada,
facturada a la mano que le calce al agente,
el delito de las minorías
por leves infracciones que no suman cien dólares,
la prohibición, la marihuana del consumo mínimo,
el auto estacionado por cinco minutos en exceso.

Así se multiplican los servicios rendidos
en la cárcel, plusvalía para el Estado y compañía.
El hospital psiquiátrico, centros de detención
para inmigrantes y orfelinatos
prestos a la ganancia de una minoría.
Continúan moviendo la maquinaria del ingenio abierto,
la central, mientras aquéllos ostentan más mackandales,
más obreros de caña, más expertos en biogenética y fármacos,
los que se desploman por el enfisema de las minas,
más cenizas carcinógenas abonando jardines
y más niños esclavos recolectando semillas de cacao.
El almacén cerrado, atiborrado de hombres y mujeres,
custodia a la gente cegada por la luz de ordenadores y maquilas.

Ser equivale a infracción.
Solo somos nosotros los que delinquimos.
Solo mi género el que roza el mueble.
Solo soy yo quien respira sobre el lienzo.
Solo mi hija debía ponerse aquel abrigo.
No estar aquí, no decir esto, no pasear por allí,
mirar el exit siempre. Registrar, sin embargo,
estos buenos modales autómatas,
las instrucciones de mando que abocan al lugar.
Así la policía ejerce su función
y están tranquilos, en el Frick.

(De Espacio teselado. San Juan: La secta de los perros, 2021)

 

*Imagen de trasfondo: Joseph Mallord William Turner, El puerto de Dieppe: Cambio de domicilio, 1825, Museo Frick.

*Aurea María Sotomayor es poeta, crítica literaria y profesora de la Universidad de Pittsburgh.

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