La coreografía humana:
San Juan

Luis Madrigal

En el avión, antes de aterrizar, un experto local le explica a un par de gringos el mundo delante de sus ojos. ¿Eso qué es?, pregunta uno de ellos, asomado a la ventanilla. Eso blanco. ¿Es basura? No, contesta el experto, son las olas. No debería burlarme, ¿qué tal que el gringo nunca ha visto el mar? La conversación, que sucede en la fila detrás de la mía, cambia bruscamente de tema. Nosotros somos tres culturas, dice en inglés el experto, la indígena, la española y la negra, los esclavos. Por metiche —pero con discreción— volteo para ver el rostro de quien habla en nombre de Puerto Rico, la isla a la que nos acercamos de manera inminente. Veo entonces que uno de los dos gringos es negro. Estamos muy orgullosos, sigue el guía improvisado. Muy orgullosos de lo indígena, muy orgullosos de lo español, muy—. Bueno, se corrige en el último momento, no estamos orgullosos de la esclavitud. Después sugiere: búsquenme en Facebook.

En el coche de alquiler la radio está prendida. Una mujer advierte, sin más, que “el núcleo de la Tierra parece haberse detenido”. Hago lo que nunca pensé hacer: le hablo al estéreo. Peor, le grito. ¿Qué? No se preocupe, me contesta la locutora, esto no tendrá mayor influencia en nuestras vidas. Por la noche busco en internet. Tiene que haber algo más al respecto, la noticia tiene que venir de algún lado. Viene de China. Dos científicos de la Universidad de Pekín, de apellidos Song y Yang, le confiesan a la AFP estar “bastante sorprendidos” con su propio trabajo. El núcleo, una esfera candente de hierro que, de un modo incomprensible para mí, determina la duración de los días y las variaciones del campo magnético de la Tierra, se mueve de un lado a otro. “Como un columpio”, dicen Song y Yang. La noticia es de ahora, enero de 2023, pero el columpio se detuvo “hacia 2009”, según el estudio, “y luego giró en dirección opuesta”.

En la carretera se suceden los avisos espectaculares. Marc Anthony en concierto, Jennifer López en concierto, Wisin y Yandel en su último concierto, Ozuna en letras grandes sobre un cerro. Es la meca, pienso. Es como si uno fuera a Jalisco y viera por doquier anuncios de Vicente Fernández (QEPD), Alejandro Fernández y el Mariachi Vargas de Tecalitlán. Esta es la plaza sobre la que canta Bad Bunny, me dicen; este es el barrio que sale en el video de “Despacito”.  Días más tarde iremos a una plaza donde veré a dos mujeres coreanas saltar de felicidad cuando, en un bar, pongan a todo volumen “Callaíta”. Un sueño realizado, como ir a Liverpool y escuchar a los Beatles.

En la calle escucho el canto de un pájaro nuevo. Nuevo para mí, quiero decir, un sonido inédito. Me emociono, como la primera vez que escuché, desprevenido, el llamado de un muecín, o el chirriar de las cigarras en verano. Nos acercamos a un árbol donde el sonido es particularmente intenso. Es de noche, no veo nada. En la calle opuesta hay un gimnasio con las puertas abiertas, gente que mira un partido de voleibol juvenil. Los aplausos, el golpe del puño con la pelota. El barrio es de calles empinadas, de mansiones viejas junto a edificios que parecen improvisados. Un lugar ofrece “Fresh Pollos” y en la esquina se anuncia el Frenchy’s Next Level Gentlemen Club. Y, en medio, el silbido extraño de los pájaros, como en dos sílabas, dos tiempos. Gotas de una lluvia que no cae. No son pájaros, me dicen, son ranas. Se llaman coquíes, cantan de noche. Cantan todavía más con los aguaceros. Los escucho durante el resto del viaje. Los veo dibujados en el empaque de mis chicharrones, inmortalizadas como suvenires, cooptadas como logotipo municipal, pero nunca me encuentro con una. Me pregunto cómo será vivir con ese sonido de fondo; cómo será, en muchos casos, vivir después sin él.

En cinco días en Puerto Rico recibo más atención espiritual que todo el año pasado. Mi amor, bendito, mi santo. A la entrada de un conjunto de casas un guardia de seguridad me pregunta cómo me llamo. Se lo digo, nombre y apellido. Felicidades, me contesta. ¿Por qué?, le digo. Su apellido, me dice. Es como una canción.

En las tiendas del Viejo San Juan se venden recuerdos lingüísticos. Letreros pequeños de madera o cerámica para colgar en la cocina, por ejemplo, que dicen cosas como A cada guaraguao le llega su pitirre. Todos los países que hablan español se entienden y al mismo tiempo no se entienden. Esa es la verdadera maravilla, las contorsiones. En Puerto Rico, la consciencia de su incomprensibilidad es motivo de orgullo, suficiente para fabricar suvenires conmemorativos. Frases en apariencia infalibles, como “me da por favor un kilo de naranjas”, se tambalean aquí y se transforman en “dos libras de chinas”. El tequila cambia de identidad: acá es la tequila. No debería importarme, pero cada vez que lo escucho digo —estrictamente para mis adentros, por supuesto— no, no, no, como cuando un amigo se empeñaba en decir Oacsaca, en supuesto respeto la correcta pronunciación de esa ancestral equis mexicana. No estaré seguro qué significa la orden Toca la campana para la ñapa de Chichaíto que veré en la pared de un restaurante, y jamás podré referirme al bote de basura con el intimidante apelativo de zafacón, pero cuando tengamos que entendernos nos entenderemos.

En las placas de los coches dice Puerto Rico lo hace mejor. ¿Qué cosa? No creo que los sándwiches, pasión local que sin embargo ofrece pocas recompensas memorables. Con cierta vergüenza, el cajero de una cafetería me explica que el de “mezcla” es una combinación de SPAM con CHEEZ WHIZ. Veo a alguien, en otro lugar, que desayuna algo llamado caldo gallego. En el fondo, colgada de una pared, una lona de plástico presume las fotos de cuando Obama vino de visita. Ahí y en todos lados, para sonrojo perpetuo de mis acompañantes, pido pique, la palabra que se usa indiscriminadamente para el chile y la salsa. En sus momentos más inspirados, los locales tienen algo de habanero combinado con alguna fruta que queda de maravilla.

 Se llaman coquíes, cantan de noche. Cantan todavía más con los aguaceros. Los escucho durante el resto del viaje. Los veo dibujados en el empaque de mis chicharrones, inmortalizadas como suvenires, cooptadas como logotipo municipal, pero nunca me encuentro con una. Me pregunto cómo será vivir con ese sonido de fondo; cómo será, en muchos casos, vivir después sin él.

En sus momentos más bajos, me traen una mezcla de salsa cátsup con mayonesa. Aquí nos gusta mucho esto, me dice otro mesero, éste sin ninguna vergüenza. Vi —probé con gusto— una pizza con crema. Pero el mayor éxito gastronómico del viaje, sin duda, corresponde al plátano, un ingrediente fundamental, canónico, en la cocina boricua con el que yo, por fin, hice las paces. Una vez, cuando era chico, mis padres se fueron de viaje y me dejaron con la abuela. La abuela me dio de desayunar, comer y cenar plátano, no sé por qué. Siempre que le pregunté después se ponía a reír y me decía que no era cierto. Pero el trauma perduró, infantil e inconsolable. Hasta que fui a Puerto Rico y descubrí que no había manera de evitar el plátano, y entonces probé un poquito y me gustó. Nunca me supo a plátano; sabía a papa, a yuca, a ajo, a pollo. Probé después los tostones y me gustaron más, y probé —desafío máximo— algo llamado mofongo, un nombre que por supuesto invita a todo menos al apetito, y me pareció maravilloso, un aporte fundamental a la gastronomía del hemisferio.

En un parque veo gallos, gallinas e iguanas. Las iguanas son enormes, quiero decir musculosas. Pregunto en voz alta si las iguanas se comerán a las gallinas. No obtengo respuesta. Las lagartijas también son grandes, oscuras. Mi preocupación citadina está dominada por los mosquitos. Pero no me pican. Los letreros advierten contra las mangostas de la india, portadoras de rabia. No me cruzo con ninguna. En el centro del parque veo la escultura de un niño que sostiene una canasta con la mano derecha, con la izquierda trata de balancearse, en un pie trae puesta una bota, el otro va descalzo. La escultura se llama Juan Bobo y la Canasta. Unos pasos adelante, una placa de granito negro reproduce unas líneas de Alejo Carpentier: Ninguna coreografía humana tiene la euritmia de una rama que se dibuja sobre el cielo. Euritmia es, por supuesto, la palabra clave para entender a Carpentier. La iguana sube los escalones de piedra y busca la sombra que brinda el pórtico de una iglesia.

R.R.S.S.

En la fila para entrar al restaurante, treinta grados bajo el sol, la chica delante nuestro deja su lugar para ir al baño. Tiene arena en los pies aunque yo no vi una playa cerca, mil pecas en las pantorrillas blanquísimas. Cuando regresa, cinco minutos después, nadie se ha movido, pero justo llegan sus amigos. Ella les dice yo estaba aquí, pero vamos para allá, y se forman hasta el final de la cola. El gesto me parece increíble, casi suicida. Trato de construirle un sentido, y más que una lógica, sospecho una culpa. La gringa— especulo con impunidad—, liberal y consciente, ya se siente suficientemente mal de siquiera estar en Puerto Rico, de no hablar español, de toda la cosa imperial, y por ende quiere hacer enojar a los locales lo menos posible. En un momento de expedita computación moral ha decidido que no tiene derecho a volver a ocupar su sitio en la fila después de haberlo dejado, y menos aún con otros tres amigos, gringos también (por desgracia), porque eso sería conservar y casi ostentar un privilegio que ella supone no debería tener en absoluto. Sí señor, dice uno de nosotros, ajeno a mi especulación, el que se fue de Aguadilla pierde su silla. En este caso siento pena por la chica de los pies arenosos —después me dará vergüenza mi pena— y le hago señas para que regrese a su legítimo lugar en la fila, frente al nuestro, y ella, con más pena todavía, lo acepta, después de dudar si siquiera me estoy dirigiendo a ella, y luego se acerca y nos pide disculpas, nos lo agradece, se porta con ejemplaridad, como si la fila fuera para comulgar y no para atascarnos de plátanos fritos. Junto a la puerta de la entrada hay unas repisas con libros. Son las tragedias de Shakespeare, los diálogos socráticos de Platón y los nueve libros de la historia de Heródoto. En la pared contigua hay una pintura mural de un hombre en camiseta blanca, sin mangas, que le corta con delicadeza las plumas a un gallo, como si lo preparara para un concurso de belleza. Adentro el menú estaba escrito con gis en una pizarra grande, recargada sobre una silla que los meseros movían de mesa en mesa, como un comensal fantasma, como un santo.

En la plaza, el mall, pasamos por debajo del arco de un detector de metales para entrar. Notamos el letrero presente en muchos lados: Nos reservamos el derecho de admisión. ¿A quiénes? Encontramos un generador eléctrico cuya única misión es alimentar, en caso de emergencia, uno de los ventiladores que mantienen más o menos fresca la plaza. La emergencia de quedarse sin ventilador, la importancia de los generadores (en las casas, en los restaurantes, vendidos como se venden en otros centros comerciales fundas para el iPhone o las donas Krispy Kreme). Los apagones constantes, los siete meses sin luz después del huracán María. La forma en que nadie dice huracán, simplemente se dice María.

En otra plaza, otro mall, entro a una barbería. Anoto mi nombre en una lista. Un hombre de barba canosa y lentes, cincuenta años, cachetón, cadenita de oro alrededor del cuello, me dice pasa, pasa, siéntate ahí. Camino delante de un niño que juega la versión actualizada del Game Boy mientras un hombre de cangurera LV, shorts y lentes oscuros, le corta el pelo. Este barbero, me digo, parece una especie de invitado especial, como uno de esos tatuadores que hoy están aquí y mañana por allá, como si trabajara solo por encargo y en casos especiales; el cumpleaños de Neymar, por ejemplo, la primera comunión del sobrino de J. Balvin. Y entonces recuerdo que esto es un mall, que es sábado, mediodía, que el cliente especial es un niño que juega con su Nintendo y pide, de repente, que le pinten el pelo de rojo. El barbero de especialidad sonríe, le cumple el deseo, le dice anda, Gokú, y el niño se emociona, la mamá se emociona, yo me emociono de que ellos se emocionen. Todo esto mientras estoy sentado en la silla y el cachetón, adusto, me pregunta cómo quiero mi corte. Como el niño, le digo. ¿Cómo así?, me pregunta mi barbero, mucho menos glamuroso. Así difuminado, le digo, pero sin el rojo. El hombre me mira y me dice está difícil, no sé si va a quedar bien. ¿Por qué?, le pregunto. Porque tú no tienes pelo aquí, me dice (y apunta a toda la cabeza), y si te quito pelo de acá (y apunta a la nuca) entonces te va a quedar solo una banda negra, como una cinta alrededor de la cabeza. Se va a ver mal, me dice, por si no había captado el mensaje. ¿Usted cree?, le pregunto, más o menos convencido (y aliviado) de que haga lo que haga se va a ver mal. El barbero duda, no quiere comprometerse. Dice: pues y luego me da a entender que, si llego a transcribir este diálogo, aquí irían los puntos suspensivos.

Unos pasos adelante, una placa de granito negro reproduce unas líneas de Alejo Carpentier: Ninguna coreografía humana tiene la euritmia de una rama que se dibuja sobre el cielo.

Arriésguese, le digo. El barbero cachetón sonríe con modestia. Lo que quieres entonces es un fade, me dice. Eso, le contesto, mi primer y único corte de pelo en Puerto Rico. Te voy a hacer el de Daddy Yankee, me propone. Me parece una oferta irresistible. Hágalo, le digo. Y se arranca con la máquina y me pregunta de dónde soy, qué hago aquí, qué opino de Luis Miguel y dónde creo que está, cuántos chavos se habrá metido con la serie de Netflix (por suerte ya sabía que chavos = pesos), y qué me parece Teresa, la telenovela, y le digo ah sí, con Angelique Boyer (un nombre inolvidable), una chica muy linda, me dice el barbero. Correcto, le contesto. Al final terminó con el Sebastián Rulli, me informa mientras cambia de instrumento. ¿Cuál era ese?, le pregunto. Rulli, Sebastián, me repite, un cambio simple en los factores que no contribuye a mucho. ¿Era rubio?, le pregunto. Rulli, me dice, y no puedo creer que sea este pequeño, intrascendente detalle donde se revele con mayor fuerza la mutua incomprensión hispanohablante, precisamente porque yo había escogido la palabra rubio, que por supuesto nunca utilizo, para que se me entendiera, para que no tuviéramos problemas. Para que la conversación avance digo ah, sí, Rulli, claro, y él me dice el abogado. La conversación se interrumpe porque el barbero recibe una llamada. Su celular vibra y emite luces como si estuviera en medio del mar y necesitara auxilio inmediato. Me pide permiso, contesta, habla en voz baja. Regresa con otra cuchilla en la mano.

Cambian los aparatos, el sonido, los motores. Nunca tan poco pelo había recibido tanto trabajo. El corte se acerca cada vez más al cuero cabelludo. El barbero me dice que ahora la gente me confundirá con un rapero puertorriqueño. Miro al espejo y, cosa rara, me siento satisfecho con lo que veo, aunque por otro lado es obvio que estaba absolutamente predispuesto a ello; desde el momento mismo en que dije quiero cortarme el pelo en Puerto Rico ya sabía que era algo que iba a hacerme feliz, que no habría pierde, como si un puertorriqueño de viaje por México se colocara un sombrero de charro en una cantina mientras canta una del infinito José Alfredo y alguien le pasara un espejo y le preguntara cómo lo ve, qué le parece. Mientras pago y agradezco el coraje que mostró mi barbero miro pasar a la gente de Plaza las Américas, un lugar cuyo logotipo son las cruces de las carabelas colombinas, donde hay bancos y farmacias y otras barberías y generadores en descuento, donde los novios, las familias, las abuelitas vienen a evitar el sol, a comprar zapatos, a pasear y mirar por enésima vez la ruidosa fuente de agua donde se levanta la estatua de una niña pescadora.

En la autopista las palmeras ceden su lugar a los árboles, el sol a las nubes, y sobre el parabrisas se condensan gotas pequeñas, una lluvia que no se escucha. Subimos. Dejamos atrás el nivel del mar y de pronto estamos dos mil metros por encima. Los helechos son jurásicos, el bosque tropical frondoso y verde, la carretera angosta. Desde la Torre Yokahú del Yunque vemos a la izquierda las montañas, a la derecha el mar. Buscamos los pericos, las flores rojas; encontramos las cascadas. Solo aquí, y solo durante veinte minutos, me pongo una chamarra ligera. Recién había llovido y los senderos estaban enlodados. Una mujer avanza con dificultad, tiene que hacerse cargo de ella y de un niño al mismo tiempo. El niño se adelanta, se impacienta. La señora toma a uno de nosotros por el antebrazo para poder bajar una cuesta. Nos dice que el niño vive en un departamento pequeño, que es una monserga llevarlo a cualquier lado pero que tiene que salir a ver esto, dice, y apunta con la mano a la copa de los árboles, a los helechos que nos vigilan mientras bajamos los escalones de piedra improvisados. Cuando llegamos a la carretera la mujer nos pregunta por nuestros nombres. Los repite. Dice que no se olvidará de nosotros para rezar esta noche. Le creo. En cinco días en Puerto Rico recibo más atención espiritual que todo el año pasado. Mi amor, bendito, mi santo. A la entrada de un conjunto de casas un guardia de seguridad me pregunta cómo me llamo. Se lo digo, nombre y apellido. Felicidades, me contesta. ¿Por qué?, le digo. Su apellido, me dice. Es como una canción.

En la playa un hombre rodeado de perros viejos —tetas caídas, costras en el lomo— farfulla en un idioma incomprensible mientras se acerca a donde estoy acostado. Me levanto: trae un machete en mano, lo noto más bien molesto, no tiene camisa. El murmullo continúa mientras se amarra una cuerda entre los tobillos. Con un gesto ágil y súbito se trepa a la palmera que me daba sombra. Sube y sube con una facilidad tremenda. Va por los cocos. Contrario a lo esperado, no utiliza el machete, que se coloca en la cintura. En cambio, parece que desatornilla los cocos con la mano. Los perros lo miran desde abajo con placidez; no se asustan, como yo, con el golpe seco del coco sobre la arena. El hombre baja, también a toda prisa, y se lleva el botín. Los perros lo siguen. 

Una mujer recorre la playa con un megáfono en mano. Baño, one-dollar, shower, duchas, bathroom. Son cinco palabras: con una destreza admirable, la mujer repetirá en voz alta, a lo largo de la tarde, todas las combinaciones posibles, que de acuerdo con un cálculo sencillo son exactamente ciento veinte. El mensaje no deja de ser inteligible en ningún punto. Horas después, su función social en Luquillo cambia de manera drástica. Ya estamos por cerrar, familia, dice con un tono distinto. La playa se acabó, el día se acabó. Ella sabe que nadie quiere oír esto (como nadie quiere oír tampoco que hay que pagar para ir al baño), pero sabe también que tiene que hacerlo, porque a esta gente, esta gente que se llena de arena y come frituras y juega a jalarle las piernas al otro en el mar, hay que hablarle como se les habla a los niños. Vamos recogiendo, dice, vámonos preparando. Una pedagogía extrañísima, una mamá que nadie pidió. Nos ponemos nuestra ropita seca, le faltó decir, nos vamos ya a la casita, a descansar. Todos, por supuesto, la obedecen.

En el restaurante le preguntamos a un amigo boricua si se cree capaz de hablar con un acento mexicano. Dice que sí, pero que no va a hacerlo frente a nosotros. Nos quedamos esperando, sin éxito, que alguien nos pregunte si podemos hacer un acento puertorriqueño. No se nos brinda esa oportunidad, y yo no termino de atreverme a hacerlo durante el viaje, aunque es, claro está, de las cosas que más deseo hacer todo el tiempo, lo primero que hago nada más cerrar la puerta del cuarto de hotel, con un placer inmenso, regodeándome en cada sílaba, poniendo una atención extrema a cómo bailan distinto las palabras entre los cachetes y la lengua. 

¿Dónde más, si no en Puerto Rico, podré hacer gala de este talento adquirido? No se puede. La preocupación, se entiende, es que la gente se ofenda. Pero debería poderse. Como debería poderse que uno se pusiera en verano uno de esos comodísimos camisones africanos de algodón, coloridos y ventilados, sin consideraciones étnicas; lo mismo digo, por supuesto, de los sarapes y los sombreros de charro. En todos estos casos, sin embargo, haría falta colocarse una plaquita de metal a la altura del pecho con la leyenda CON EL MÁXIMO RESPETO, para así poder distinguir con facilidad a quien lo hace con motivaciones racistas, denigrantes, etcétera.En el restaurante le preguntamos a un amigo boricua si se cree capaz de hablar con un acento mexicano. Dice que sí, pero que no va a hacerlo frente a nosotros. Nos quedamos esperando, sin éxito, que alguien nos pregunte si podemos hacer un acento puertorriqueño. No se nos brinda esa oportunidad, y yo no termino de atreverme a hacerlo durante el viaje, aunque es, claro está, de las cosas que más deseo hacer todo el tiempo, lo primero que hago nada más cerrar la puerta del cuarto de hotel, con un placer inmenso, regodeándome en cada sílaba, poniendo una atención extrema a cómo bailan distinto las palabras entre los cachetes y la lengua. ¿Dónde más, si no en Puerto Rico, podré hacer gala de este talento adquirido? No se puede. La preocupación, se entiende, es que la gente se ofenda. Pero debería poderse. Como debería poderse que uno se pusiera en verano uno de esos comodísimos camisones africanos de algodón, coloridos y ventilados, sin consideraciones étnicas; lo mismo digo, por supuesto, de los sarapes y los sombreros de charro. En todos estos casos, sin embargo, haría falta colocarse una plaquita de metal a la altura del pecho con la leyenda CON EL MÁXIMO RESPETO, para así poder distinguir con facilidad a quien lo hace con motivaciones racistas, denigrantes, etcétera.

 …desde el momento mismo en que dije quiero cortarme el pelo en Puerto Rico ya sabía que era algo que iba a hacerme feliz, que no habría pierde, como si un puertorriqueño de viaje por México se colocara un sombrero de charro en una cantina mientras canta una del infinito José Alfredo y alguien le pasara un espejo y le preguntara cómo lo ve, qué le parece.

En la barra pido una cerveza. Una de aquí, digo sin pensarlo mucho. De inmediato descubro que no hay tema más complicado. Bueno, me dice un muchacho, la cerveza se hace aquí, pero luego todo se manda a Florida, allá se embotella y luego la mandan de regreso. Más tarde una mujer nos cuenta, con una mezcla de paciencia e indignación, que los libros que vende primero pasan por la aduana en Jacksonville, que ella no puede importar directamente a Puerto Rico las novelas argentinas, españolas y ni siquiera dominicanas que muestran sus anaqueles. Todas las importaciones pasan primero por esa marina en Florida, por las manos de los gringos. Me pregunto si los gringos podrían ser menos burdos, pero entonces no serían gringos. Las gasolineras reportan el precio en litros, las salidas de las carreteras están indicadas en kilómetros, los coches marcan la velocidad en millas y el consumo en galones. Pienso en el malestar que causan los gringos ya no solo en Puerto Rico, sino en general. Pienso qué los hace particularmente insoportables, cómo podrían, si acaso, cambiarlo. Pienso que no se puede, que mientras sean dominadores serán insoportables. Cuando camino por la calle, cuando entro a una tienda, cuando me acerco a alguien en Puerto Rico pienso que no me hable en inglés, que no me hable en inglés, y luego imagino que esa podría ser la experiencia cotidiana de un puertorriqueño. Pienso que ciertas partes de San Juan son quizá una ventana al futuro de ciertas partes de la Ciudad de México, donde ya he visto, también, menús en inglés, letreros afuera de las tiendas en inglés, instrucciones en inglés para llegar a tal o cual lado.

En la placita de Santurce la gente se reúne a beber y a bailar. De día es mercado: se venden tomates, cebollas, piñas, mangos, las benditas chinas. De noche cada local pone su música lo más alto posible y vende tragos en vasos de plástico transparente. Una esquina es salsa, otra es reguetón, otra más es electrónica. La gente desborda los locales —que no están hechos, en realidad, para contener a nadie— y baila a la mitad de la calle, interrumpida de repente por un coche o un taxi que todavía se arriesga a cruzar por ahí, porque todo el mundo sabe que a partir de las diez de la noche ya será imposible. No importa si llueve, como nos pasa a nosotros esa noche de jueves: la gente sigue ahí, como en una fiesta de pueblo, como en un carnaval cotidiano.

Hay parejas, grupos de amigos, turistas como nosotros, pijos de chanclas y no-pijos de tenis Jordan. Hay una variedad estética notable: de las gorritas de pelotero de los Astros a los estampados de tigre, de la cabeza rapada, del dichoso fade de Daddy Yankee, a las prolijas rastas, de la camiseta sin mangas a la camisa oscura de manga larga, de la guayabera a la camiseta hawaiana, de la mezclilla a la falda, de la camisa rayada tipo polo al uniforme blanco de cocinero que llevaba uno todavía puesto. Es, como todas las fiestas, una pasarela: la gente da la vuelta a la plaza, ve y se deja ver, llueve y se detiene. Pero no la música. Suena Bad Bunny en uno de los locales; nos acercamos, como los mosquitos a la luz. Tienen que ser cientos los que gritan ELLA ES CALLAÍTA con un vaso de cerveza en la mano. Vine a San Juan sin proponérmelo y lo disfruté: canté convencido de la solidez del silogismo reguetonero (si hay sol, hay playa), bailé sin técnica, pero con entusiasmo, hice las paces con el plátano, vi un arcoíris prolongado sobre el mar, celebramos un cumpleaños importante y, sobre todo, me salió gratis cada uno de los cinco desayunos frente al Atlántico. Eso no hay cómo olvidarlo.

*Luis Madrigal es escritor mexicano. Todas las fotos en este ensayo son cortesía de Luis Madrigal y Paulina León, a menos de que se indique lo contrario.

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