Miradas en fuga:
El niño Avilés
de Campeche y
El velorio de Oller

Malena Rodríguez Castro

José Campeche
Retrato de Juan Pantaleón Avilés (detalle), 1808

 A Carmen Baerga, Lanny Thompson y Agnes Lugo-Ortiz

De tener que nombrar dos íconos de la cultura plástica que atraviesan nuestra interrumpida y paradójica modernidad (cortejada en el siglo XIX, prometida en el XX, desencantada en el XXI) no dudaría: el Retrato de Juan Pantalón Avilés (“El niño Avilés”, 1808) de José Campeche (Fig. 2) y El velorio (1893) de Francisco Oller (Fig. 5). Múltiples biografías y ensayos críticos han registrado sus tiempos y afanes. Mi interés es otro: palpar las reverberaciones de sus primeras apariciones y perseguir sus ecos posteriores. Interpretadas desde numerosas perspectivas, transfixionadas en obras deudoras, estas obras nos son del todo contemporáneas, en el sentido que le da Giorgio Agamben al término: una luz invisible que persiste en latir como sombra de los tiempos y que va y viene iluminando el presente en el pasado, y viceversa, traicionando nociones de homogeneidad y cronología [1].

De cómo el niño Avilés recupera sus bracitos

De Coamo, uno de los pueblos del Sur de Puerto Rico, llegan a San Juan en 1806 los parientes dolidos del niño Juan Pantaleón Avilés, sujeto del retrato de Campeche. El objetivo: presentar su caso al ilustre Obispo Don Juan Alejo de Arizmendi, tercero que recibía el prelado relativo a malformaciones congénitas en la isla. El informe se conserva: “… se trata de una ilustración sin disertación” de un niño sin brazos, con estrabismo y otras deformidades en las extremidades inferiores [2]. En 1808 su imagen ingresará a la iconografía cultural puertorriqueña en el lienzo que el obispo le encomienda al pintor mulato y sanjuanero José Campeche y Jordán. 

Hijo de esclavo liberto y madre canaria, Campeche (1751-1809) fue célibe, autodidacta y católico devoto. Jamás saldría de la isla ni de la precariedad económica propia de un mulato pintor y músico de catedral. El niño Avilés fue su última obra en un país descrito por Alejandro Tapia y Rivera como un pueblo atrasado intelectualmente, falto de museos y de escuelas, un país naciente y apartado del orbe de las ciencias y de las artes [3]. 

Si asociamos la niñez con ideas de origen e inocencia, lo monstruoso es, por contraste, un estigma. En Los anormales, Michel Foucault lo define como aquello que “…en su existencia misma y su forma, no es violación de las leyes de la sociedad, sino también de la naturaleza” (p. 61). En tanto contranatura, es fenómeno raro y extraño que derrumba la ley al combinar lo imposible y lo prohibido desplegando diferencias e irregularidades [4]. Como los objetos tras las vidrieras de gabinetes de curiosidades de su época, adivinamos que el ilustrado Arizmendi lo debió contemplar entre la compasión y la perplejidad.

En el contexto cientificista y modernizador del siglo XIX la figura hipertrofiada del niño Avilés, su liminal borde con el atavismo y la monstruosidad no fue atractiva más allá de representaciones propias de la cultura popular, San Juan, en particular, se fue transformando desde la plaza fuerte y los barrios extramuros a las plenitudes urbanas del siglo criollo.  Ese crecimiento citadino añadió nuevos repertorios de clases sociales y criterios raciales en los cuales se midieron grados de pureza y derechos regulados por una visión positivista y orgánica cuyas metáforas respondían a la economía, la medicina y la fisiología. La modernidad ofrecía regimentar la cuestión social con preceptos de orden y progreso, y la cuestión racial, con una lógica disciplinaria que gobernara lo caótico. El cuerpo social podía y debía ser regenerado. 

Con el tiempo, y a la luz de estas transformaciones, nuevas ansiedades, que no nos es dado detallar aquí, provocarían que la figura monstruosa del niño Avilés volviera a las superficies de la cultura en múltiples manifestaciones. Sus metamorfosis y reactivaciones, podría decirse, trasuntan en el infante muerto de El velorio (1898) de Francisco Oller, en la nación infantilizada del Insularismo (1934) de Antonio S. Pedreira y en la masculinidad castrada de El puertorriqueño dócil de René Marqués. Con lo mismo, parecería insinuarse en la criatura inocente de “En el fondo del caño hay un negrito” de José Luis González y en el nene hidrocefálico de La guaracha del Macho Camacho, según lo analizan Juan Gelpí y Rubén Ríos [5]. El fin del siglo XX no mermó el potencial de esta figura monstruosa. Sin embargo, no es hasta la novela La noche oscura del niño Avilés (1984) y el ensayo Campeche o los diablejos de la melancolía (1986) de Edgardo Rodríguez Juliá que el nombre de Juan Pantaleón Avilés volvería a ser nuevamente pronunciado junto a la inscripción ficcional de su amputada figura, recodatorio de la selectiva ceguera de la memoria [6]. 

Fig. 2
José Campeche,
Retrato de Juan Pantaleón Avilés
, 1808
Museo de Arte de Puerto Rico

 

 

 

Más allá del arrobo ante la infancia, su mirada, agigantada por la desproporción de la cabeza con el minúsculo cuerpo, cruza los tiempos, imputa al espectador.

Rodríguez Juliá ve en la pose del infante Avilés —suma del gesto y la actitud— el acicate de una reflexión sobre el poder institucional y contestatario en el contexto del dominio colonial y la emergente sociedad criolla. Inclinado el rostro y agigantada la cabeza que parece desprenderse del torso, más que un caso científico es “geografía del sufrimiento” (1986, p. 118). Ello se registra en la tiranía de un cuerpo sometido a una doble mutilación: la de la naturaleza en su ausencia de brazos y la de la insuficiencia racional adjudicada a la niñez. Su mirada es el signo de una interrogación sobre la condición humana: el dolor, la muerte, la enfermedad. A diferencia de otros cuadros de Campeche, dice Rodríguez Juliá: “El pueblo encarnado en el Avilés aparece como depositario de la paciencia, justo el reverso de los gobernantes y funcionarios que ejercen su voluntad sobre la colonia y la burocracia” (1986, p. 124). Un ojo del niño denota que el vasallaje no es absoluto. Ante la resignación del ojo derecho, el izquierdo expresa perplejidad: entre ambos media, “…la obediencia y la rebeldía, la salvación y la maldición, la santidad y nuestra soberbia.” (1986, p. 123) También marca la distancia entre estrategias de sujeción y operativos de resistencia. Más allá del arrobo ante la infancia, su mirada, agigantada por la desproporción de la cabeza con el minúsculo cuerpo, cruza los tiempos, imputa al espectador. 

Es ese ojo izquierdo en el lienzo de Campeche el que fulgura nuevamente en la novela La noche oscura del niño Avilés. Aquí su trama: en el año de 1797 el niño huérfano, devuelto a la comunidad por los mangles en 1772, funda una ciudad mítica, lacustre y maldita, “…ámbito de la exaltación religiosa y el desenfreno sensual, sitio de Dios y el demonio, encrucijada de Sodoma y Nueva Jerusalén” (1984, p. 9). En palenques improvisados fuera de esta nueva ciudad murada, llamada Nueva Venecia, se materializa el deseo prohibido de la ciudad criolla por una libertad cimarrona que envidia y aborrece. Benítez Rojo lo presenta como el Otro Caribe en el cual el niño, “…predestinado al gabinete de curiosidades” es un talismán de poder, liberador en los caños y pantanos de San Juan y de “la memoria de la piel inscrita por la Plantación” [7]. Transfixionado, el niño Avilés es, simultáneamente, mesías y poseso de un obispo que lo encierra en un aposento de la capital cuyas paredes simulan una oreja humana (“La orejuda”) y en cuyo centro, y desde una cuna desolada, se amplifican los ecos de sus gritos de espanto aterrorizando la ciudad. Toda ciudad, argumenta el narrador de la novela, necesita lo monstruoso como medida de su esperanza (1984, p. 381) Pero, en ambas, el niño Avilés sigue siendo mirada aterrada, perdida entre su mudez y un cuerpo atrofiado, poseído e intervenido por otros, negado para sí, y sacrificado para la historia. 

Como alegoría de la sempiterna colonia o de la nación siempre por(venir), la gravidez melancólica del niño Avilés no tiene rival. El niño de la novela nos induce a su ensimismamiento, nos atrae a la cripta impenetrable que guarda un secreto al cual no tendremos acceso. No obstante, como lo entiende Néstor Braunstein, a la cripta hay que hablarle, lanzarla al intercambio lenguajero. No bajar con ni a ella sino horadarla, atravesar los rodeos y tinieblas con que se protege y exponerla en la superficie apresando y liberando sus espectros [8]. 

 

 

 

¿Qué resta de la seductora mirada, del rostro embelesado del Niño Avilés, de su apagado murmullo de sirenas? ¿Sobrevive los desencantos del milenio?

Fig. 3
Garvin Sierra,
El niño Juan Pantaleón Avilés de Luna Alvarado
2010, Colección Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico
Fotografía: Antonio Ramírez

Es desde ese sesgo que el siglo XXI reclama, una vez más, al niño Avilés. La instalación de Garvin Sierra, El niño Juan Pantaleón Avilés de Luna Alvarado (Museo de Arte Contemporáneo, 2010) lo devuelve en variables posibilitadas por medios y técnicas propios de la era de la reproducción mecánica del arte (Fig. 3). Nelson Rivera ha destacado su función política al potenciar, mediante la parodia, formas y sentidos divergentes fusionando la figura del niño con nuevos lenguajes formativos de la infancia, sustitutos de la escena familiar y pedagógica de la modernidad: “Ante la presencia de Wolverine y los Pitufos, de inalcanzables trapecistas, papeles sanitarios y secadoras de pelo, de una warholiana lata de sopas Campbell’s y de la tonadita infantil de las arterioescleróticas tortitas de manteca, la otrora mirada lastimosa del niño Avilés pasa a ser degradada a mirada de tirilla cómica, provocante de lágrimas, resultantes, no de la pena, sino de nuestra risa a carcajadas” [9].  Lanzado a la industria cultural masiva y a la inmediatez del espectáculo, su fulguración aurática se traiciona y su mirada melancólica se embota y cesa de interpelarnos. Incluso su carencia anatómica se puede suplir en la posibilidad de insertar nuestros brazos en los huecos vacíos de un marco impersonal que lo convierte en mercancía en flujo e intercambiable. Distraídos, nos devora y lo devoramos (nada mejor para la higiene moral que consumir monstruos, sobre todo cuando perturban y pervierten el paisaje idealizado de la patria). Sin marco que lo limite y en la improvisación colectiva y anónima, como apunta Rivera se “…priva de su patetismo a la imagen de Campeche a causa de la repetición, la saturación de la tinta, así como por la simplificación de la imagen.” Si el siglo XIX consolidó la familia burguesa, la educación laica y el estado liberal desplazando el orden monárquico y eclesiástico, el XXI los despojó de su autoridad mediante otras ideologías vinculadas a la globalización, la informática, la industria del entretenimiento y un nuevo libreto de relaciones paterno-filiales. Si el XIX deslindó el espacio público del privado, hoy se funden. Si el XIX institucionalizó a sus anormales y estigmatizó sus monstruos, el XXI los hospeda y celebra.

¿Qué resta de la seductora mirada, del rostro embelesado del niño Avilés, de su apagado murmullo de sirenas? ¿Sobrevive los desencantos del milenio? Rafael Trelles traza en tinta y letra otra trama posible para el monstruo en su relato Los ojos de Juan Pantaleón [10] (Fig. 4). El orfandado es aquí un hijo rescatado por su madre de los embates huracanados de una tormentera en una barriada de Río Piedras en el año de 1898 y salvado del fuego que los invasores norteamericanos la prenden a su casita de paja. Su leyenda es aire esparcido por la isla sin nombre en la que habita, alcanzando la magnitud de un mito en la mentalidad popular. En este relato, el niño ya no es la metáfora del país que Rodríguez Juliá vio en la pintura de Campeche sino el país mismo. Desvanecido el cuerpo, sus extremidades reaparecen en la naturaleza del litoral y de la montaña mientras que aquellos que venden su tierra a los nuevos invasores van perdiendo las suyas. Bautizado por los elementos el tiempo se enreda en sí mismo, y hacia el final del relato el gesto del niño, ya reducido solamente a ojos, va adquiriendo la serenidad de la sonrisa, burlando el estrabismo de la mirada.

Fig. 4
Portada, Rafael Trelles,
Los ojos de Juan Pantaleón

Editorial Educación Emergente, 2022

De la extrañeza de lo monstruoso en el niño Avilés, en tanto cuerpo cultural diferido, destacamos su tenacidad en mutar y aparecer en la medida en que lo sigamos llamando. En su mirada y en la nuestra coexisten el terror y la esperanza, la ofensa y la reparación, la risa y la quietud. Tal es el fulgor de la amputada y rearmada presencia del Niño en nuestra cultura caribeña, una luz que disfrazada de tinieblas atraviesa las vértebras quebradas de los tiempos y que lo contemporáneo intuye. Tal es, también, el evento que es El velorio de Oller. 

De cómo el esclavizado Pablo recuperó la lengua

Toda cultura posee textos e imágenes indelebles que la interpretación no puede alisar ni domesticar como vimos en el niño Avilés. En su carácter de evento nos impactan sin anunciarse, persistentes e impertinentes en ser testigos de los tiempos y lenguajes que habitan y gestando otras criaturas. Ante ellos es inevitable afectarnos —contagiarnos y movilizarnos— más allá de la razón y la emoción, conmovernos. A distancia notable del niño Avilés, un formato de menor escala cuya figura ocupa casi todo el lienzo, El velorio es un óleo en madera de tamaño monumental: 8 pies por 13 (Fig. 5).

Fig. 5
Francisco Oller,
El velorio 1893
Museo de Historia, Antropología y Arte
Universidad de Puerto Rico, Río Piedras

De acuerdo a sus críticos más notables, la obra aspira a la representación del campesinado a partir del ritual cultural del velorio de un infante y de un entresiglos de relevos de imperios y escuelas pictóricas [11]. Mi interés es recurrir a algunas aproximaciones críticas y creativas que den cuenta de su riqueza implosiva. A diferencia de Campeche, confinado al espacio autodidacta asignado en la partición de clase y raza a principios de siglo, la ruta de Oller y de su cuadro es un mapa de desplazamientos constantes. Nacido en 1833 en San Juan, se educa en Madrid, regresa a San Juan (donde vive en la misma casa que habitó Campeche a quien no llega a conocer). De ahí a París, a San Juan, y de nuevo a París donde se relaciona con Courbet pintor realista, y con los impresionistas Pisarro y Cézanne (de quien fue discípulo), exhibiendo en los espacios de esas primeras vanguardias y en simpatía con el ideario marxista y anarquista en boga.

De regreso a la isla se vincula al autonomismo liberal y se asienta en Coamo (otra vez Coamo, pueblo natal de Juan Pantaleón) en 1889 y entre 1891 y 1892 en la hacienda Elzaburu en Carolina, en la cual gesta los primeros bocetos de El velorio a partir del modelaje de miembros de la familia y sus peones y personal de servicio (Fig. 6). 

Fig. 6
Francisco Oller,
Bocetos para El velorio, 1893
Museo de Historia, Antropología y Arte
Universidad de Puerto Rico, Río Piedras
Río Piedras

Terminado en 1893 lo exhibe en la Exposición Universal de París, en La Habana y en el Palacio de Santurce en las festividades del Cuarto Centenario del Descubrimiento, también de 1893. Tras el paso del Huracán San Ciriaco y la pérdida de su taller en 1899, un año después de la invasión norteamericana, se refugia en Hatillo y ocupa varios puestos, entre ellos profesor de la Escuela Normal, antecesora de la Universidad de Puerto Rico, de la cual fue despedido por no alinearse al nuevo currículo escolar. Mientras, en el espacio ambivalente que ocuparon nuestros artistas en ese fin de siglo, entre el modelo del patronato religioso o estatal y un mercado del arte incipiente, pinta retratos comisionados y de funcionarios. Sus últimos años se agotan solicitando sueldos y subvenciones que no llegan o se cancelan y muere en 1917.  El itinerario de El velorio será igualmente transeúnte hasta que, finalmente, se done al Museo de Historia, Arqueología y Arte de la Universidad de Puerto Rico del que apenas saldrá, dado lo delicada de su condición.

No fue entusiasta la acogida a El velorio en el siglo XIX. Osiris Delgado defiende su obra como tonalidad antinómica de su drama histórico y recoge algunos juicios que lo sitúan. Así, por ejemplo, Alejandro Infiesta acusó de error la pretensión de quererlo pintar todo y el propio Oller lo presentó al Salón de París como “…una orgía de apetitos brutales bajo el velo de una superstición grosera”. Mientras Pisarro, al igual que Cézanne, lamentó que se hubiera apartado de los estilos impresionistas por un realismo pasado de moda. En el siglo XX Sebastián González García lo tildó de “…pobre teatro congelado por unos personajes de falso gesto y ademanes estereotipados” (Delgado p. 102) mientras Juan Antonio Corretjer lo exalta como crítica severa a la colonia, un arte de verdad y denuncia. Recientemente se han sumado otros enfoques interdisciplinarios como el de Eugenio Santiago sobre la etnobotánica y la vida rústica y sencilla o el de Lilliana Ramos Collado y su interés en los paisajes. Y es que, aunque el Niño Avilés se enfoca en la figura y el de Oller responde al drama realista con visos de costumbrismo, ambos abonan a una reflexión que los asocia en la implosiva ambigüedad que provocan y en su desborde de una interpretación que lo encajone. Conjeturo la lectura que haría Eduard Glissant: la de un juego relacional en el cual la hibridez y la opacidad de la cultura caribeña produce una pluralidad densa y prolífica de sentidos en constante movimiento y permutación. 

Pensemos en su título original, Velorio de angelito. El velorio responde a los ritos populares cristianos de velar a un niño bautizado cuya alma va directo al cielo y al cual no se lloraba pues las lágrimas entorpecerían el despliegue de sus alas. Pero el cuadro se ha confundido con el baquiné, un sincretismo indígena y esclavista alcanzando dimensiones de una festividad bacánica de origen probablemente africano y practicada por los sectores populares. Varias anécdotas no confirmadas de Osiris Delgado sobre el marco de madera que sostiene y delimita el lienzo presagian, además, instancias de descuadre en momentos de crisis. Cuenta Delgado que en su traslado al Palacio de Santurce para la celebración del Cuarto Centenario en 1893 la magnitud de la obra obliga a desmantelarla y a llevar lienzo, marco y bastidor colgado exteriormente, en una carroza del inaugural tranvía Ubarri, convirtiéndose, quizás, en nuestra primera exposición pública rodante.

Fig. 7
Francisco Oller
Escuela del Maestro Rafael Cordero 1892
Colección del Ateneo Puertorriqueño

En 1948, en medio de los debates nacionalistas y la huelga en la Universidad de Puerto Rico, así como del desfile victorioso del proyecto populista, la exhibición de El velorio en el recinto de las celebraciones se sustituye por el cuadro Escuela del Maestro Rafael (Fig. 7) cuyo bastidor, irónicamente, se deshacía por carcoma y termitas, desgarrando la escena del niño que lee. Armado y rearmado, copiado, sustituido, ridiculizado como “calavera pictórica”, “excentricidad” y “humorada” o exaltado como imagen de la patria, El velorio llega al siglo XXI. 

Fig. 8
Francisco Oller
El velorio (detalle) 1893

Destaco de entrada el análisis de Rubén Ríos quien lee en el escándalo que suscitó el cuadro, un exceso que, proveniente de lo visual, se produce sobre todo en lo aural: una tensión no resuelta entre la armonía musical de la música jíbara —maraca, güiro— y el cúmulo de ruido de los platos rotos, de los ladridos y ronroneos de gatos y perros, de las cucharas, del licor vertido, de los juegos de niños, incluso de los murmullos (Fig. 8). Se trata de una algarabía que contrasta con la quieta mudez de la escena del niño muerto (y su incandescente luminosidad sobre un fino encaje bordado) y el negro inclinado que observa (Fig. 9). Una coexistencia de la vida y la muerte afín a la yuxtaposición de los estilos del cuadro.

La gula por el lechón invertido y atravesado (que para Osiris Delgado puede ser representación de Cristo) sería un residuo de la ininteligibilidad que distingue una gran obra de arte trayendo a la superficie el antagonismo constitutivo de toda subjetividad privada y colectiva en la cual nociones de crisis u orgías de los sentidos batallan con el orden social y moral. Para Ríos Ávila la posibilidad de lo político a partir de El velorio es auscultar “…una propuesta que destaque del cuadro su potencia originaria, donde el origen no se refiera a un comienzo localizable en un punto específico de un pasado oficial, sino más bien a un espacio permanentemente inaugural que sigue estando con nosotros …una política del duelo, de la pérdida, de nuestra vulnerabilidad ante la pérdida y sobre todo de nuestra capacidad o incapacidad de formular una respuesta adecuada a esa súbita interpelación que nos salve de la violencia que el miedo a la pérdida suele provocar,  una respuesta que sirva para armar los rudimentos de una comunidad posible” [12].

Fig. 9
Francisco Oller
 El velorio (detalle) 1893

¿Cómo dar cuenta del evento que es el cuadro de Oller fuera de los marcos y el espacio claustrofóbico, abigarrado, de un barroco tropical? Remito a dos obras: la instalación Visitas a “El velorio” (Homenaje a Francisco Oller) (1991), de Rafael Trelles (Fig. 10), y el libro El velorio/Martorell’s Wake. No-vela (2010) de Antonio Martorell (Fig. 11) [13]. 

Fig. 10
Rafael Trelles
Visitas de 1992 a un siglo de El velorio
Museo de Arte de Puerto Rico

Trelles sitúa su instalación frente al cuadro de Oller dinamizando el cuadro en el recorte y reactualización de sus personajes y objetos ahora figuras de cartón colocadas en la domesticidad de una casa clasemediera de una urbanización en la cual se celebra un velorio/baquiné y con los cuales el espectador puede interactuar. En los dispositivos de simulacro de la copia, Trelles transforma y añade elementos como el televisor e intensifica los tonos en rojo y violeta mientras proyecta en las ventanas tres paisajes: el pasado agrícola, la Milla de Oro (sede de las instituciones financieras) y la migración a Manhattan. Una cuarta proyección resta: un paisaje sideral de estrellas donde los campesinos de Oller se encaminan al nuevo orden global. ¿Qué conserva?: la cita puntual de la triangulación entre el cerdo, el negro y el niño reposado aún en los tules bordados, un haz de luz opaca que atraviesa la “sonrisa demente” de los siglos, para decirlo con Agamben.

En el libro El velorio de Martorell, por otro lado, se visualizan y diseccionan personajes, olores, diseños, partes del cuerpo, mascotas, frutos, objetos domésticos o de adorno y, entre otros, el autor, la obra y su espectador/creador. El evento/cuadro adquiere otra dimensión en la que a cada uno de los elementos de la obra de Oller (alrededor de unos 64 en total) se le adjudica una voz (al gato, al perro, a la noche, al día, al cura, a la mesa, a la mano, a los ojos, al angelito, al hombre negro…). Estos reclaman autonomía del conjunto; y sus disensos contradicen toda pretensión de dominio interpretativo. La obra desafía e imputa al propio Martorell: “El problema es que ustedes todos, y te incluyo a tí, quieren ver siempre más, quieren explicárselo todo, entender descifrar, en fin: averiguar… ¿y con qué derecho? ” (p. 3).  

Aíslo dos voces que, de entre esa polifonía, actúan para Martorell como testigos mudos en el cuadro: la del paraguas rojo (Fig. 12), quien “No soy sombrilla”, y cuya presencia se adjudica a la ausente del cuadro: la meretriz del cura que, según Martorell, se lo apropia para escapar de la lluvia tras visitar la zona roja de la capital. La otra voz es la del personaje negro (Fig. 13), el único de los personajes que mira al infante muerto y cuya pose se ha adscrito al liberto Pablo, amigo de Oller y figura típica de Río Piedras. Dotándolo de una inteligencia fraguada en el dolor y el sufrimiento, sobre él escribió Javier Zequeira, contemporáneo de Oller: “No es éste el tipo de negro abyecto e idiota que sumido en las tinieblas de la ignorancia más absurda, abunda por desgracia todavía” (Delgado 91). María Elba Torres lo recupera desde el giro decolonial como el eco de San Lázaro asociado al Babalú-Ayé de las culturas yoruba y bantú, con su bastón de resucitado o de aquel a quien Olofi regresa a la vida [14].

Fig. 12
Antonio Martorell
El velorio (“El paraguas rojo
”)

Fig. 13
Antonio Martorell
El velorio (“El negro Pablo”)

Al igual que la instalación de Trelles, el libro de Martorell insiste en la potencia contemporánea de El velorio. Ello se logra mediante un juego de permutaciones a partir del original que intensifican el carácter aurático del primero y permiten que prolifere en otras variables creativas y singulares. Al respecto, regreso a Agamben para quien, en la fractura de las vértebras quebradas del siglo, lo contemporáneo puede citar, reactualizar “…poner en relación lo que dividió inexorablemente, remitir, re-vocar y revitalizar lo que incluso había declarado muerto…interpolando el tiempo, está en condiciones de transformarlo y ponerlo en relación con otros tiempos, de leer en él de manera inédita la historia…”, de escuchar en él “…una exigencia a la que no puede dejar de responder.” (p. 25-26) Esto es, un ajuste de cuentas con lo actual que evada la nostalgia y que, mediante el desfase y la anacronía, reciba la luminosa tiniebla de aquello que atraviesa los tiempos.

 “…regreso a Agamben para quien, en la fractura de las vértebras quebradas del siglo, lo contemporáneo puede citar, reactualizar “…poner en relación lo que dividió inexorablemente, remitir, re-vocar y revitalizar lo que incluso había declarado muerto…interpolando el tiempo, está en condiciones de transformarlo y ponerlo en relación con otros tiempos, de leer en él de manera inédita la historia…”, de escuchar en él “…una exigencia a la que no puede dejar de responder.”

La cita de Agamben me incita a imaginar una escena que recorto de la inmensidad del cuadro de Oller. En ella, se ausenta el luminoso infante muerto, así como otros representantes de la sociedad criolla del entre siglos y del entre imperios que apenas unas décadas antes se sostenían en el sistema esclavista.  En ese recorte la piel guarda la memoria del carimbo marcando una partición (como plantea Jacques Rancière) que sigue asignando lugares y funciones y cuya sombra se cuela en la casa campesina en el rito híbrido y fronterizo del velorio/baquiné. Si tendemos una línea podríamos relacionar, en la opacidad propia de nuestras sociedades caribeñas, a la niña negra (Fig. 14) quien, desde el umbral de la puerta, se asoma a un interior para el cual sigue siendo un sujeto subalterno. Ya fuera por efectos de distanciamiento de la perspectiva pictórica, la deuda con el impresionismo o mera decisión de Oller, su rostro adquiere la hechura de una máscara inescrutable.

Fig. 14
Francisco Oller
El velorio (detalle: Niña negra en el umbral)
1893

Sustraído del operativo descriptivo costumbrista, y en un recuadro del interior, el negro Pablo mira silente y de sesgo al niño. Intuimos esa mirada, la única dirigida al niño, pero no se nos da frontalmente. Pablo podría ser tanto el negro liberto y mendigo de Río Piedras como el portador de una excepcional sensibilidad cuya dignidad es afín a los códigos culturales occidentales, como opina Zequeira. También pudiera ser huella viva de un pasado que informa el tiempo de Oller y nuestro presente. O, como, escribe Martorell, es el signo indescifrable, un habla refractada e intraducible aún, la de una libertad aún (por) venir, la de los condenados de la tierra: “Soy un hombre negro, viejo y enfermo…Yo he estado muerto muchas veces. Nací esclavo e invisible…Perteneciente a la casa, un mueble que camina…No tuve hijos, pero en este cuadro soy el hijo predilecto de Oller…ocupo el centro mismo, el eje a donde el ojo va obligado…es la imaginación la que me ha dado, si no a mí, a mi imagen la libertad…Ya no soy el esclavo ni el liberto tampoco. Soy el amo, el dueño y señor de sus miradas. Mírenme, por Dios se lo suplico.” (Martorell, p. 254-256).  Prefiero pensarlo así, una figura inclinada que toma la palabra sin melancolía ni resentimiento, reclamando su lugar en la historia y en la imaginación. 

Notas

1. Para la idea de transfixión véase de Elizam Escobar “La batalla fingida: econarcismo o transfixión” Cuaderno. Debates culturales en Puerto Rico. Ivette Hernández y Malena Rodríguez Castro, editoras (San Juan: Editorial Laberinto, 2023, 341-364). Sobre lo contemporáneo ver de Giorgio Agamben, “¿Qué es lo contemporáneo?” En Desnudez (Barcelona, Editorial Anagrama, 2011, 17-28).

2. Ver de José Rigau “Monstruos, mártires o ejemplos: Teratología en Puerto Rico de 1798 a 1808”. Boletín de la Asociación Médica de Puerto Rico 77-8 (1985): 326-33, 331. El primero de los casos referidos a Arizmendi fue una consulta sobre un niño con gigantismo y pulso lento; el segundo, el de un sujeto que orinaba por el ombligo en donde estaban sus órganos genitales.

3. Alejandro Tapia y Rivera, Vida del Pintor Puerto-Riqueño José Campeche (San Juan: Establecimiento Tipográfico D.J. Guasp, 1855), comisionado por la Junta de Comercio para las celebraciones de su Centenario y por su comité organizador presidido por Román Baldorioty De Castro. Sobre debates culturales del siglo XIX y XX ver de Silvia Álvarez Curbelo, A la estación de Ponce: ensayos sobre Puerto Rico (Arecibo: (Trans)figuraciones, CIC y CEI Ediciones, UPR Arecibo, 2022).

4. Ver de Michel Foucault, Los anormales (México: Fondo de Cultura Económica, 2001) y de Jeffrey Cohen Monster Theory, Reading Culture (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1996).

5. Ver de Juan Gelpí, Literatura y paternalismo en Puerto Rico (Río Piedras: Editorial Universidad de Puerto Rico, 1992) y de Rubén Ríos, “La histeria de la historia” sobre Campeche y Oller en su La raza cómica del sujeto en Puerto Rico (Río Piedras: Ediciones Callejón, 2002, 13-116).

6. Edgardo Rodríguez Juliá, La noche oscura del niño Avilés (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1984) y el ensayo Campeche o los diablejos de la melancolía (San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1986).

7. Antonio Benítez Rojo, La isla que se repite. El Caribe en la perspectiva posmoderna. (Hanover, NH: Ediciones Del Norte, 1989) 281 y 286.

8. Néstor Braunstein, La memoria, la inventora (México: Siglo XXI, 2008).

9. Nelson Rivera, “De bebés y obras de arte”. 80 grados. 3 de febrero de 2011.

10. Rafael Trelles, Los ojos de Juan Pantaleón (Puerto Rico: Editora Educación Emergente, 2022).

11. Ver de Osiris Delgado, Francisco Oller y Cestero (1833-1917): pintor de Puerto Rico (San Juan: Centro de Estudios Superiores de Puerto Rico y El Caribe, 1983).

12. Rubén Ríos Ávila, “La política del duelo”, 80 grados, 19 de noviembre, 2010.

13. Rafael Trelles, Visitas al Velorio, Instalación en el Museo de Arte, Historia y Antropología de la Universidad de Puerto Rico, 10 de octubre 1991 al 31 de enero de 1992. Antonio Martorell, El Velorio/The Wake (no-vela). Edición bilingüe. Traducción de Andrew Hurley (Puerto Rico: Ediciones R.I.P, 2010).

14. María Elba Torres “Arte y afrodescendencia en Puerto Rico” (manuscrito).

*Malena Rodríguez Castro es crítica literaria y catedrática jubilada de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.

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