La Huelga de la UPR, 1981: un testimonio desde el crisol del amor

Eva García

Foto Ricardo Alcaraz

Dedico estas líneas a los que ya no están,
a los que continúan presentes…

En el verano de 1981 se hizo realidad un plan de la Juventud Acción Católica (JAC) de la Diócesis de Caguas y San Juan. Cuatro jóvenes y el sacerdote diocesano Hermenegildo “Cano” Alayón, asesor espiritual y Vicario de Pastoral Juvenil, viajamos a Estados Unidos para, junto a otras comunidades de fe en Boston, Nueva York y Hartford, discutir, desde nuestra fe cristiana y católica, la experiencia migratoria de puertorriqueños y latinoamericanos. En Puerto Rico, el gobierno del Partido Nuevo Progresista (PNP) discutía, probablemente en cuartos oscuros, el aumento uniforme en el pago de la matrícula para el principal centro docente del país: la Universidad de Puerto Rico (UPR). En lugar de pagar $15 por crédito, todos/as los estudiantes, sin importar sus ingresos personales y familiares, pagarían $45.00 a nivel graduado y, en lugar de $5, pagarían $15 a nivel subgraduado. La Marina de Guerra de Estados Unidos realizaba maniobras y prácticas militares en los terrenos de la isla municipio de Vieques. El país enfrentaba la denuncia de un gobernador cómplice en el asesinato de dos jóvenes independentistas en la masacre del Cerro Maravilla; los transportistas luchaban por un salario justo y mejores condiciones de empleo; la Unión de Trabajadores de la Industria Eléctrica y Riego (UTIER) se preparaba para una huelga; y en la idolatría al consumo, los desarrolladores arrancaban árboles, secaban riachuelos y desplazaban comunidades urbanas y rurales para construir centros comerciales y megatiendas. 

Nuevas realidades provocaban malestar en individuos, familias y comunidades en tiempos donde la derecha conservadora se pavoneaba en el poder, electa por el pueblo. Eran inquietudes y tentaciones como en los tiempos del Génesis y de la vida toda.

Nuevas realidades provocaban malestar en individuos, familias y comunidades en tiempos donde la derecha conservadora se pavoneaba en el poder, electa por el pueblo. Eran inquietudes y tentaciones como en los tiempos del Génesis y de la vida toda.

Ese grupo de misioneros/as que intercambiaban con emigrantes en aquel verano del 1981, éramos también miembros de la Directiva Nacional de la Juventud Acción Católica (JAC), de la cual yo era vicepresidenta y Carlos Carrasquillo, presidente. Ambos éramos estudiantes del Recinto de Río Piedras. Desde nuestra misión en Estados Unidos nos manteníamos informados sobre lo que acontecía en nuestro país y en Centroamérica, gracias a intercambios con exiliados y refugiados provenientes de esta región. En general, los miembros de la JAC continuaban las reuniones diarias y semanales, atemperando su fe a las necesidades de su corazón y de la realidad exigente del país. 

La JAC era un movimiento con equipos en barrios y vecindarios en todos los pueblos. En Humacao, el pueblo donde nací y crecí, había al menos 12 equipos distribuidos entre el pueblo y los campos. Estos grupos contaban con hasta 40 o 50 “equipistas” que comenzaban sus reuniones invocando al Espíritu Santo y de ahí pasaban a una agenda de reflexión bíblica, insertada en la realidad personal, familiar y comunitaria de cada quien. La JAC planificaba y participaba en actividades para apoyar las parroquias y comunidades, y en maratones como el de la Distrofia Muscular. Éramos fuente de apoyo y esperanza. Algunos de los grupos tenían un carácter espiritual y social. Se organizaban actividades para el reconocimiento y apoyo de sus miembros. Yo, por ejemplo, vi en la JAC un respiro y oportunidad para salir de mi casa y tener una experiencia de fe que, en aquellos tiempos, sentía, no me daban los colegios católicos y privados en donde estudié con becas. Se realizaban desde maratones para apoyar programas de salud hasta festivales de música y teatro, con presencia y participación de sacerdotes, monjas, diáconos y obispos. En ellos se reflexionaba sobre cuestiones sociales específicas de salud, ambiente, economía y política. En todas estaba absolutamente claro nuestro deber de insertar nuestra fe en la vida. 

Las encíclicas papales como Rerum Novarum, del Papa León XIII de 1891, primera encíclica católica que acoge el tema social y la situación obrera; Pacem In Terris, la última encíclica del Papa Juan XXIII, en el 1963, que condena la carrera armamentista; los documentos del Concilio Vaticano II (1962-1965), así como el resultado de las Conferencias episcopales en Puebla (1979) y Medellín (1968), fueron fuentes de inspiración para el desarrollo de guías sobre cómo participar siendo laicos católicos en los movimientos políticos que surgían, producto de las desigualdades económicas y de una aversión a las situaciones creadas por el colonialismo estadounidense. 

Con timidez, pero asertivos, en la JAC se redactaban declaraciones de reflexión y apoyo a los diversos grupos que invocaban paz y justicia para los pobres. No éramos un grupo pro-independencia de Puerto Rico, aunque en el proceso muchos integrantes de la JAC comenzamos a identificar de forma más clara los problemas creados históricamente por la dominación colonial.

Y así llego el día en que tras reunirnos con nuestros asesoras y asesores espirituales (monjas y sacerdotes), redactamos nuestra declaración de apoyo a la huelga de estudiantes de la UPR. La huelga denunciaba un aumento uniforme en la matrícula y proponía como alternativa ajustar el pago a los ingresos familiares de cada estudiante. Es decir, que aquellos que pudieran pagar más, pagaran más, y los que pudieran pagar menos, pagaran menos. 

Para los ateos éramos una gran sorpresa, y para los cristianos, un milagro. Ese milagro continuó manifestándose. Eventualmente, nuestra presencia en la lucha universitaria, se fortaleció con la creación del grupo evangélico contra el alza en las matrículas (FEC). Llegaron hermanos y hermanas protestantes y se unieron con fuerza a la huelga, respaldados y también repudiados por sus iglesias, al igual que nosotros.

Llegamos a la asamblea de estudiantes, convocada por el Consejo General de Estudiantes para el 21 de septiembre del 1981 con el aval de prácticamente todas las organizaciones estudiantiles. Pienso que para los ateos éramos una gran sorpresa, y para los cristianos, un milagro. Ese milagro continuó manifestándose. Eventualmente, nuestra presencia en la lucha universitaria, se fortaleció con la creación del grupo evangélico contra el alza en las matrículas (FEC). Llegaron hermanos y hermanas protestantes y se unieron con fuerza a la huelga, respaldados y también repudiados por sus iglesias, al igual que nosotros. Hubo de todo…

 

La única mujer portavoz

La Directiva de la JAC y su Comisión universitaria decidieron designarme portavoz con el deliberado propósito de reconocer la militancia y combatividad de las mujeres universitarias. 

“Como todos conocemos, la única organización que tuvo como portavoz a una mujer fue la JAC. Y esto no fue casualidad, sino un hecho con toda premeditación”. (Boletín Comité Contra el Alza Uniforme en la Matrícula, Año 1, Núm.1, Comisión de Estudio JAC UPR)

A pesar de ser mujer, reconozco que compartía muy poco con las compañeras de las facultades y de los movimientos políticos. No dominaba sus estilos ni vocabularios. Tampoco tenía tiempo para que me interesaran. Me veía como me veo hoy: un ser humano, cuya naturaleza me lleva a luchar por la mujer y su entorno en general, que incluye a los hombres. Admiraba la coherente militancia política en ellas y ellos. En la JAC tenía mucho que aprender para ser fiel a mi rol como portavoz y no actuar al servicio de alguna organización política ni ideología específica, ni siquiera dar la impresión de ello. Me bastaba en aquel entonces y me basta en el presente con ser buena persona.

Llegamos al escenario, en el primer piso, donde estaba aquella masa estudiantil que nos mantuvo comprometidos durante la huelga. En aquella masa yo veía al pueblo. 

Allí estábamos el 21 de septiembre, en el Teatro del Recinto de Río Piedras de la UPR, abarrotado de esquina a esquina. Conseguimos un apretado espacio en el segundo piso, donde retumbaban los vítores, los temores y las esperanzas. Desde el escenario en el primer piso nos llamaron para participar y hasta dudamos de nosotros mismos. Nos preguntábamos: “¿ES A NOSOTROS A QUIENES LLAMAN…?”. Nos tomó varios minutos tener acceso a aquel escenario desde donde leeríamos nuestra declaración de apoyo y participación en la huelga estudiantil. Bajé aquellas escaleras con la ayuda de la Virgen María y con Dios por delante. No había de otra. Finalmente llegamos al escenario, en el primer piso, donde estaba aquella masa estudiantil que nos mantuvo comprometidos durante la huelga. En aquella masa yo veía al pueblo. 

Crece el compromiso

Se duplicaron las reuniones. Ya no solamente era la reunión en el barrio de la JAC, era también la reunión con sacerdotes, monjas, líderes universitarios, miembros de la facultad, líderes obreros y familiares durante los fines de semana para escuchar los temores de madres y padres, abuelas, hermanas y tíos, preocupados  por  lo que leían, veían y escuchaban en periódicos, radio y televisión. La telenovela pasó a un segundo plano, mientras que la noticia del día durante casi un año fueron los estudiantes de la UPR, sus recintos y la presencia y solidaridad de ellos en las luchas ambientales, obreras, las de los pescadores, amas de casa, mujeres y hombres trabajadores, luchando por vivienda y mejores condiciones sociales y económicas. Era un movimiento contra la desigualdad y la pobreza y a favor de la solidaridad y de mejores condiciones de estudio en la universidad pública.

El liderato de las diversas facultades y grupos de aquella masa estudiantil era notablemente comprometido y creativo. Roberto Alejandro era un líder incuestionable: serio, articulado y atento. Pertenecía al Movimiento Socialista Popular y a la Unión de Juventudes Socialistas y fue quien le dio importancia a aquellos que, como nosotros, los de la JAC, éramos neófitos sin experiencia alguna en la política “real”. Su rol, inteligencia y personalidad fueron claves para inspirar y estimular a los dirigentes de las facultades, que organizaban actividades teatrales, presentaciones musicales, foros de discusión, presentaciones en escuelas; que escribían artículos periodísticos, cantaban consignas durante las marchas y hacían pancartas alegóricas , así como huelgas de hambre, ayunos de oración, meditaciones bíblicas a todas horas y actividades ecuménicas de oración y vigilias, entre otras. Los miembros de la JAC participamos activamente en todas ellas, creando una atmósfera de confianza, seguridad y esperanza no solo en la cotidianidad de la huelga sino también ante aquel público que era nuestro país, observador de la arrogancia de un gobierno representado por los administradores universitarios que habían decidido de forma arbitraria y absoluta un aumento uniforme en la matrícula. 

Las fuerzas de la policía estatal se desplegaron y multiplicaron en el campus durante la huelga. Cuando los disturbios se observó y fotografió a guardias universitarios armados apuntándoles a los estudiantes que participaban de las protestas. Cualquier desafío a la autoridad policíaca, sabíamos que crearía un valle de lágrimas que era necesario evitar. En el Centro Universitario Católico donde nos reuníamos, el sacerdote Jesuita que lo administraba, me recordaba continuamente que un tiro de amigos o enemigos podía alcanzarme … “La huelga no necesita de un mártir”, solía decirme. A los miembros de la JAC nos preocupaba no cumplir con la función de pacificadores. Al igual que el resto del estudiantado, veníamos de familias de clase media y baja, trabajadores que vivían preocupados por nuestra seguridad física y que, además, con mucho sacrificio, nos ayudaron a estudiar en el principal centro docente del país. Los católicos, evangélicos y cristianos en general nos organizamos para hacer cordones de seguridad, evitando que la policía masacrara al estudiantado. En estos se destacaron profesores y profesoras de varias facultades, familiares y personas que llegaron no solo a unirse al reclamo, sino también a escudarnos de la potencial agresión policial. 

Para los gobernantes de turno, liderados por Carlos Romero Barceló, entrar al recinto y protestar se entendía como una violación al derecho de aquellos que querían permanecer en los salones de clases. En consecuencia, se emplazó y suspendió sumariamente a cientos de estudiantes militantes en la huelga, entre ellos a mí, como portavoz de la JAC. 

La denuncia al aumento uniforme a las matrículas dio paso a otras demandas, como fue la solicitud de que todo estudiante suspendido pudiera matricularse y que la policía estatal saliera del Recinto. 

 

Retrato de Familia

Crecí como muchos, al calor de una familia en la que mi madre era la cabeza del hogar. Madre soltera, se destacó como empresaria hasta que, luego de perder a un hijo de cuatro años, optó por trabajar en una fábrica en donde se intoxicó con mercurio. A consecuencia de ello sufrió múltiples condiciones de salud, económicas y sociales. Batalló para no incapacitarse y verse obligada a solicitar el Seguro Social. En la fábrica se sentía protegida físicamente de las amenazas de mi padre, de quien se divorció dos veces. Allí en la fábrica él no tenía fácil acceso para hostigarla. Papi, un veterano de la guerra de Corea, se hizo policía estatal. Allí trabajó como fotógrafo y luego como agente del Negociado de Investigaciones Especiales. No me crie con él. Lo visitaba en su casa y además solía verlo cuando, a escondidas de su nueva familia, venía a tratar de enamorar a mami o, por el contrario, a increparla por todo, incluyendo mi participación en movimientos comunitarios y universitarios. Cualquier razón para él era una excusa para recriminarle a mi madre la pensión alimentaria que pagó. Esas experiencias personales estaban presentes en mis días como portavoz de la JAC. Aunque estos temas no eran motivo de conversación en los grupos, la empatía caracterizaba nuestras relaciones fraternales. 

Conocí la pobreza de la que se hablaba por altoparlantes en los mítines universitarios. El tema no era ni es un “cliché”. Conocí la diversidad de formas del discrimen, no porque la viviera en mi carne, sino porque la vivía en el mundo de inclusión que me rodeaba. Esto, porque mi mamá tuvo tres salones de belleza, una escuela de guiar, una fábrica de bloques, administró hospedajes de varones, apoyó a inmigrantes, fungió como orientadora en programas de salud pública a prostitutas y aceptó con total naturalidad a aquellos quienes vivían su diversidad sexual en aquellos tiempos de forma reprimida. 

Cuestión de misericordia 

En la JAC, como en nuestra iglesia, se predicaba el perdón y el amor. Los miembros de la JAC así lo vivíamos. Nos costaba escuchar epítetos y expresiones que degradaran o se burlaran de la oposición, como la del Comité Pro Derecho al Estudio. Conversar sobre esto era natural, pero más difícil el saber afrontarlo. Evitaba las contradicciones evangélicas. Sabíamos que la oposición representaba a estudiantes de clases sociales altas cuyo único interés era concluir sus estudios universitarios. Sabíamos que el problema de poder pagar o no la matrícula era de índole de clase y que los estudiantes más pobres debían resolvérselas con ayudas económicas provistas por el estado y el gobierno federal, como la BEOG (Basic Educational Opportunity Grant). “¡BEOG, BEOG ¿Dónde estás que no te vi?!” Esta era la consigna expresada en las actividades diarias. 

Sabíamos que el problema de poder pagar o no la matrícula era de índole de clase.

Las ayudas económicas eran estranguladas por el nuevo costo de las matrículas. Profetizamos un estudiantado futuro como el que, en efecto, vemos hoy en el año 2021: uno que estudia y trabaja a tiempo parcial para apenas satisfacer sus necesidades de vivienda, transportación y alimento. 

Cuando mi padre comenzó a telefonearme para que lo visitara, me alegré de saber que mis rezos por él habían sido escuchados por Dios. ¡Por Dios! Él me preguntaba sobre lo que yo hacía y entre atención y crítica me daba su opinión paterna de policía estatal. No recuerdo que a él le preocuparan las denuncias y demandas del estudiantado, lo que quería saber era con quién confraternizaba. Había aprendido que el mundo se dividía entre buenos y malos. Los malos eran los que no respetaban lo establecido por los gobiernos. En aquel tiempo, y aún en los nuestros, esos siempre son etiquetados como “comunistas, socialistas”, estigmatizados como elementos antisociales.

Papi falleció de un segundo ataque al corazón en el 1985, posterior a mi trabajo de coordinación en la Caminata contra las Armas Nucleares, que atravesó la isla de costa a costa y ocupó las primeras planas de los periódicos del país durante varios días; y de las invitaciones que me extendieron organizaciones pacifistas y religiosas para visitar Centro América y otras partes del Caribe. Recuerdo haberlo visitado de emergencia a una sala de cuidado intensivo en la madrugada de un día de semana. Mi primer esposo, a quien conocí durante la huelga, y quien fuera presidente de la Asociación Nacional de Estudiantes de Derecho y ex líder de la FUPI, manejó a gran velocidad de costa a costa en 45 minutos para que yo pudiera verlo en un hospital de Humacao, después de que un médico me llamara para informarme de su mal estado de salud. Cuando entré a aquel cuarto frío y silencioso, papi me vio, y me dijo: “¡Mira dónde me tienes!” Yo le respondí: “Papi, soy yo, Eva” y calló. Pensé que me confundía. Subestimé aquella expresión, pero para mí, lo más importante era cumplir con mi deber de hija, correspondiendo a la llamada de aquel buen médico. 

“Lloré porque duele…”

Años más tarde, al recibir mi carpeta (expediente ilegal que crearon los gobiernos del Partido Popular Democrático y el Partido Nuevo Progresista para la persecución de independentistas) lo entendí mejor. Papi me procuraba, no como padre, sino como confidente de la policía. Creó ante la autoridad una imagen distorsionada de mí, la misma con la que satanizan a aquellos que denuncian y protestan, y que está muy distante de los verdaderos principios de ese amor que regía mi lucha en la universidad y que buscaba en él al visitarlo. El 9 de febrero de 2006 se dictó sentencia en el caso KDP 2000-1386 por Daños y Perjuicios a favor de todos aquellos contra quienes se le levantaron esos expedientes ilegales.

La carpeta privada y confidencial número 10210, contenía entre sus documentos, los relatos de persecución de mi padre. Cuando la Jueza Julia M. Garriga Trillo resumió en sala la sentencia, se describió aquella persecución como de carácter religioso. Lloré en la sala. Lloré porque duele. La jueza pidió que un sacerdote presente en la sala hiciera una oración, no sin antes decirme que papi hizo el trabajo que le encomendaron y que él tuvo que cumplir con aquella responsabilidad. La intención de la Juez era darme consuelo, y lo logró. “Por eso luchamos”, pensé, para evitar que algunas cosas pasen por encima del amor. 

No siento rencor. No se puede sentir rencor de lo que no conoces. No se puede odiar a quien no pudiste amar. El amor es una responsabilidad. Admito, además, que es una de las virtudes que la participación en la huelga me estimuló a reiterar. No podemos predicar el amor sin vivirlo. 

El amor es una responsabilidad. Admito, además, que es una de las virtudes que la participación en la huelga me estimuló a reiterar.

Cuando escucho la reacción de los demás al enterarse de que papi contribuyó a mi carpeteo, lo hago con delicada atención y cierta aprehensión. En general, entiendo la empatía y el dolor que experimentan al escuchar mi testimonio, por la concepción social que se tiene sobre el rol de un padre, de la familia, de las relaciones interpersonales afectivas. No obstante, con humildad comprendo las circunstancias que modelaron a la persona que fue mi padre, con la misma prudencia que trato de entender a quien lee esta reflexión. 

Papi era un hombre negro, el mayor de 5 hermanos, de padres que emigraron a New York en la década del 1960. Además, veterano de la guerra de Corea. ¿Es que acaso no se trataba también de un hombre pobre? Me pregunto y me contesto. Y así muchos otros en mi familia que vieron en el trabajo policiaco la oportunidad de tener casa, carro y posibilidades económicas. La comprensión intelectual y espiritual de la personalidad de los más pobres, me motiva a entenderlos sin necesariamente justificarlos. Me ayuda en el compromiso de llegar hasta ellos e identificar objetivos en común para la construcción de la sociedad no violenta por la que muchos luchamos y que queremos disfrutar. 

Un día tan violento

Durante la huelga vivimos días de gran tensión ante lo que podía ocurrir. Una de las tareas era ir por los salones hablándole a los escasos estudiantes que permanecían en clase, ya fuera por desinformación o porque sus ideologías no les permitían apoyar ningún tipo de protesta; otros debido a las cargas y obligaciones académicas de las que algunos profesores no quisieron liberarles; y otros por amenazas, temores y advertencias familiares de que cuidaran su “reputación” presente de cara al futuro económico. “¡Te quedarás sin trabajo!”, me parece escuchar de aquellas familias donde el pan tenía que llegar aún por encima de la solidaridad y hasta del amor. 

Durante todas las actividades, pacíficas y de materias de fe realizadas durante la huelga, era para nosotros completamente natural el confiar. Y digo completamente natural, porque para la gran mayoría de nosotros la huelga fue nuestra primera experiencia política. Orar nos alentaba y nos fortalecía. 

No obstante, en la memoria colectiva de nuestro pueblo está marcado aquel 25 de noviembre de 1981. Ese día la policía estatal se desplegó con una furiosa carga contra el estudiantado que estaba reunido en asamblea en torno a la Avenida Ponce de León, extendiéndose hasta el pueblo de Río Piedras y desatando su violencia incluso hasta contra transeúntes que nada tenían que ver con el conflicto. La cobertura extraordinaria de los medios noticiosos sirvió para la eventual defensa en corte de muchos estudiantes. El Recinto quedó cerrado y prohibida toda actividad estudiantil. 

Newspaper article: The cardinal offers to mediate

El Cardenal Luis Aponte Martínez, máximo jerarca de la Iglesia Católica en Puerto Rico, se ofreció como mediador en el conflicto, incluyendo pagar con dineros de la Iglesia alguna instalación donde pudiéramos reunirnos los estudiantes para tomar nuevas decisiones. Durante una reunión, nos solicitó a los directivos de la JAC que, finalizada ésta, marcháramos hasta la Catedral para él mismo darnos la bendición. Luego de la reunión, y tras evaluar la propuesta del Cardenal Aponte Martínez de buscar espacios alternos, decidimos rechazarla. Entendíamos que la asamblea de estudiantes se debía llevar a cabo en los predios del Recinto y que no había razón alguna para no discutir allí, como universitarios que éramos, nuestras demandas y reclamos. 

El Senado Académico del Recinto de Río Piedras había nombrado previamente al profesor Milton Pabón y al sacerdote Jesuita y profesor de historia, Padre Fernando Picó como mediadores. Hoy pienso que perdimos una oportunidad histórica para elevar al plano de la fe y concordia aquellos días de violencia institucional donde las esperanzas iban y venían. Una procesión de estudiantes hubiera contado no solo con más oración, sino además con un apoyo más abarcador del pueblo creyente. Pero no estábamos listos. La represión era cruda e imponía otros objetivos urgentes.  

40 años después…

Hace 35 años me gradué de Maestría en Trabajo Social del Recinto de Río Piedras. Estudié con el apoyo económico de mami, con becas federales y trabajando como mesera y conserje. En las pasadas décadas he trabajado con los Programas de Ayuda al Empleado y como Tutora y Defensora Legal de incapacitados/as. Aquella generación ya hoy tiene entre 58 a 65 años de edad. Conozco las luchas de muchos que participaron en aquella huelga. En los inicios de mi práctica profesional, llegaron a verme guardias universitarios, estudiantes y otros para compartir testimonios de arrepentimiento, dolor, transformación, solidaridad, esperanza y nuevos compromisos. En mi práctica profesional atiendo personas de todas las clases e intereses sociales, como empleados federales, militares, ejecutivos y amas de casa, con el mismo entusiasmo y compromiso que atiendo jóvenes y niños. El denominador común de unos y otros es la búsqueda de la paz física y mental vinculada al quehacer cotidiano. La Huelga, como dicen algunas amistades, fue también uno de mis mejores cursos de bachillerato. Una escuela para aprender cómo manejar un mundo de desigualdades. La vida es lucha toda y la huelga, las protestas, las denuncias son instrumentos necesarios para avanzar y afianzar la democracia. 

La matrícula en la UPR se ha quintuplicado. Las universidades privadas promueven sus breves programas, tipo microondas. La UPR ha dejado de ser un sueño para muchos. La entrada de estudiantes ha disminuido drásticamente. Para muchos estudiantes y familias, la UPR se ve no como la mejor universidad del país sino como un lugar en donde no se puede terminar a tiempo un grado universitario. Muchos temen las huelgas. Y el trasfondo de ese temor es aún más serio: el no tener dinero para satisfacer las necesidades básicas. 

Contradictoriamente, estos temores ocurren en un país donde el pueblo, durante el verano de 2019, expulsó a un gobernante electo. Cansado de la corrupción, el país luchó días y noches hasta lograr la renuncia del entonces gobernador Ricardo Rosselló. Una lucha multitudinaria donde no se disparó ni un tiro. Los estudiantes de la UPR también estuvieron allí.

Han emergido nuevas generaciones posteriores a la huelga del 1981. La de hoy es una generación digital, conectada a sus celulares y dispositivos, con valores éticos y morales marcados por todo lo que descubren a cada segundo, ya no desde los cuatro puntos cardinales de sus países sino desde el mundo entero. Muchos militantes de la Huelga del 1981 hemos apoyado a los estudiantes de huelgas subsiguientes. Previo a la pandemia del COVID, estudiantes y familias organizaron un comedor social en donde el estudiantado universitarios pagaba lo que podía por un almuerzo. Hoy se discuten temas que en la huelga del año 1981 apenas se consideraban, como el feminismo, la diversidad sexual, la violencia doméstica, el salario justo, las aportaciones de la diáspora, la continua politización universitaria, la corrupción y el descaro de decisiones y prácticas políticas adversas a los verdaderos intereses del pueblo. Los asuntos por los que se han luchado, posterior a la huelga del año 1981, en ocasiones, parecen fugaces ante las cámaras, pero son imperecederos. La discusión del colonialismo ha cobrado más fuerza, respeto y confianza. El huracán María, los terremotos, el cierre de escuelas, los pobres servicios de salud y las recientes medidas de asfixiante austeridad, han ido revelando los efectos de una ausencia de poder decisional de los gobiernos coloniales, el despilfarro de dinero y una gestión gubernamental infestada de corrupción. 

A 40 años de huelga, mantenemos comunicación amigable gracias a reuniones, encuentros y la era digital. Algunos continuamos comulgando en nuestras comunidades de fe, participando de actividades eclesiales, políticas y profesionales. Tenemos el conocimiento y testimonio para promover la justicia y apoyar los esfuerzos para lograr una verdadera paz. 

Desde el corazón

Para esta reflexión, apenas pude intercambiar llamadas y textos con compañeras y compañeros de la JAC y otras personas que participaron de la huelga. Algunos me refirieron a los libros publicados acerca de la Huelga como lo son Las vallas rotas, un volumen que recoge ensayos de Fernando Picó, Milton Pabón y Roberto Alejandro; Huelga y sociedad (Análisis de los sucesos en la UPR 1981-1982), de Luis Nieves Falcón, Ineke Cunningham, Israel Rivera, Francisco Torres Hiram Amundaray; y Las carpetas: persecución política y derechos civiles en Puerto Rico, obra de Javier Colón Morera y Ramón Bosque Pérez. Pero, en general, todas y todos me aconsejaron escribir esta reflexión desde el corazón, la recomendación más importante. 

No soy política. No soy escritora. No he participado ni he militado en partido alguno. Ser la portavoz de un grupo como la JAC en un conflicto huelgario tan importante delegó en mí una responsabilidad civil, política y ética, que requirió muchos sacrificios y que me resisto a olvidar. La huelga del 1981 no marcó el fin de una era, sino un hito que hay que recordar a cada paso que demos los puertorriqueños. Esta reflexión es una síntesis muy, muy apretada de una diversidad de experiencias. No obstante, lo que no es apretado, es el efecto pedagógico, político y espiritual que aquella huelga dejó en el corazón de nuestra historia. Vivamos agradecidos de tantas personas que la apoyaron y de aquellos que día a día se levantan a luchar hoy por un mundo mejor. Muchos y tantas otras no mencionadas por nombre y apellido participaron de esta página de la historia. Para ellos y ellas nuestro reconocimiento y humilde bendición en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…

 ¡Lucha sí, entrega no!

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