Mural de la Memoria | Del día a día

1981: Dos huelgas

Benjamín Muñiz Velázquez

En el 1978 fui a un piquete de la UTIER en la planta central generatriz Palo Seco de la “Autoridad de Fuentes Fluviales” en Levittown. Vi llegar al presidente de la unión, el carismático líder obrero Miguel Lausell. Alguien se percató de su aprehensión al verme y le aclaró que el muchacho de 17 años no era un “policía encubierto”, sino el hijo del celador Audeliz Muñiz. Aquella huelga duró 3 meses, seguidos por un “cierre patronal” de 30 días como castigo del gobierno de Romero Barceló a los “revoltosos”. No es fácil para una familia trabajadora sobrevivir 4 meses sin su único ingreso económico. Tres años después, en el 1981, fuimos dos los huelguistas en mi hogar, porque otra huelga de la UTIER, que duró 73 días, coincidió con la de los estudiantes de la UPR, que se extendió casi el doble.

Mi padre y mi madre se criaron en la pobreza más extrema, así que eran muy cuidadosos al administrar el dinero. Aprendimos a vivir con lo más básico. Además, “estar en huelga” no era una experiencia nueva para mí. Viví la primera en el 1973, a mis 12 años. La “Unión de Trabajadores de la Industria Eléctrica y Riego” (UTIER) era combativa, la más grande y poderosa dentro de la “Autoridad de Fuentes Fluviales”. La corporación pública era la “joya de la corona”, pues tenía el monopolio de la generación y distribución de energía, que entonces era más diversa pues sumaba también la producción hidroeléctrica en 15 embalses y 20 plantas. De ahí su nombre original, que se cambió en el 1979 para reconocer la creciente dependencia del petróleo. Cuando hoy se habla de privatizarla del todo, apenas se mencionan esos lagos, como Dos bocas, Carite o Las garzas, que suplen agua a cientos de miles de personas y cuya titularidad tiene la AEE.

Como decía un personaje televisivo en los años 60, yo también sentía orgullo al decir “mi papá trabaja en Fuentes Fluviales”. Luego me percaté de que esos obreros, además de haber logrado mejores convenios colectivos, tenían un gran poder: podían interrumpir el servicio eléctrico del país. Éramos conscientes de ser privilegiados entre la clase obrera, si bien el trabajo de mi padre con líneas de miles de voltios era muy peligroso. Varias veces estuvo a punto de perder la vida, y en un trágico accidente en los años 70 tuvo que ayudar a bajar de un poste de madera el cuerpo electrocutado de un compañero. 

Además de la influencia de un tío pipiolo que sufrió mucha represión por independentista, saberme un “hijo de la UTIER”, como me bautizó recientemente una amiga, alimentó mi “consciencia política”: durante la huelga del 1977 al 1978 llegaba a mi escuela superior a discutir con mis amigos y defender los llamados “actos de sabotaje” que habían interrumpido el servicio eléctrico en el país. Sabía por experiencia que, para tener éxito, una huelga tiene que detener la producción.

Por eso un gobernador tan reaccionario y represor como Romero Barceló se ensañaría contra la UTIER y para restarle poder tomaría medidas administrativas contundentes tales como la contratación excesiva de los llamados “gerenciales” hasta la alianza con otra unión, la UITICE, pues llegado el caso de un conflicto laboral entre ambos grupos podrían “romper la huelga” y mantener el sistema eléctrico en funciones. El tiempo demostraría el éxito de la estrategia de Romero y sus secuaces. Su administración fue una de las más represoras y eficaces en la lucha antiobrera y la privatización corrupta, que continúa hasta hoy, de grandes empresas y bienes nacionales: las Navieras, la Telefónica, los hospitales, las escuelas, los edificios coloniales, las playas, la AEE…

Durante septiembre y octubre de 1981, mi padre y yo salíamos temprano a los “frentes de lucha”. En su caso, a piquetear frente a Palo Seco. En el mío, al Recinto de Río Piedras a lo que hubiese que hacer. Participé en la huelga estudiantil, no desde la vanguardia de quienes la dirigían sino junto a los miles que nos reuníamos en comités y asambleas, piqueteábamos, marchábamos y corríamos para no recibir los macanazos de los policías. 

Recuerdo el miércoles 25 de noviembre de 1981, cuando la policía interrumpió a macanazos una asamblea general de miles de estudiantes. Yo estaba dentro del recinto y salí corriendo por el puente de la Gándara hacia la Plaza de Río Piedras para buscar transportación pública hacia Bayamón. Desde un teléfono público llamé a casa para decir que “estaba bien”. Mis padres, que veían los noticieros, me dijeron: “mijo, sube rápidamente a una guagua, que están dando macanazos por todo el pueblo”.

En el 1981 viví desde las trincheras dos luchas muy importantes que evidenciaban tanto el impacto de agendas políticas de represión y privatización como la precariedad individual ante el poder de las élites. También experimenté las complejidades y dificultades para organizar y ejecutar las luchas colectivas por un país más equitativo, justo y libre. Durante nuestra huelga hubo momentos en los cuales parecía que habíamos negociado un acuerdo justo que nos hubiese dado el triunfo… y se desvanecieron.

Recibí importantes lecciones sobre el liderazgo de las luchas políticas y sociales. Miguel Lausell, por ejemplo, el admirado presidente de la UTIER, renunció en medio de negociaciones con el patrono para postularse como candidato inocuo a la gobernación por el PSP. Después, “convertido” en líder religioso, se arrepintió públicamente por haber aprobado actos de “sabotaje” durante su militancia sindical. Años más tarde vi a muchos compañeros huelguistas en altos puestos de poder que, como Muñoz Marín, descartaron su activismo universitario como un “error de juventud”.

Han transcurrido cuatro décadas desde mi huelga universitaria. Rememoro poderosos actos de valentía, compromiso y generosidad, tanto de estudiantes cuyos actos desde entonces han dado fruto en vidas dedicadas al bienestar de los demás, como de profesores y profesoras que en el 1981 enlazaron sus brazos para, junto a sus alumnos, enfrentar a la policía. Muchos grupos religiosos, obreros y comunitarios nos brindaron su solidaridad. También recuerdo la actitud de nuestras madres y padres que, preocupados por la violencia policiaca, nos apoyaban pues estaban convencidos de que había que defender la educación pública como un derecho esencial y nuestra huelga era también parte de sus luchas. Ayer, como hoy, la gran mayoría sabe que la Universidad de Puerto Rico es un patrimonio nacional que debemos honrar y custodiar. Es necesario recordar y repensar nuestras luchas colectivas para seguir aprendiendo de ellas y fortalecer las que damos hoy.

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