Mural de la Memoria | Violencias y solidaridades

Un día de furia y lucha*

Luis Raúl Albaladejo

El 19 de febrero de 1982 la Placita Antonia Martínez en la UPR amaneció con un feliz aire de fiesta. En efecto, se cumplía el primer aniversario de la fundación del Comité Contra el Alza Uniforme en Matrículas y Pro Nueva Ley Universitaria, que dirigió la huelga más larga en la historia del recinto riopedrense. Para ese cumpleaños no hubo bizcocho, salvo el que aparecía en una pancarta colgada entre dos palmas de la Placita. Nadie pensó que la hora de partirlo realmente llegaría y menos aún que lo partirían en medio de una fiesta bien caliente. Pero la hora llegó, aunque lo partido no resultó ser el bizcocho, sino unas cuantas cabezas y, en general, la propia celebración del aniversario. 

Ese día la Universidad estaba a cargo de las mismas personas que la (des)controlaban durante la huelga: un grupo de matones de la Guardia Universitaria, comandado por el dúo maravilloso de Héctor Falú y Normando Rodríguez. El entonces rector, Antonio Miró Montilla, andaba por Fajardo dándose unas vueltecitas en su yate. Después de todo, ya había quedado claro que él era completamente prescindible, y su presencia ese día solo habría remachado el clavo de su mediocridad. En honor a la verdad, hay que agregar que la Guardia Universitaria tampoco se sentía capaz de dirigir ella solita la Casa de Estudios. Así que los cocorocos de la Guardia decidieron consultar con sus superiores e hicieron un par de llamaditas al Cuartel General de la Policía de Puerto Rico. 

Entre tanto, la Placita se había ido engalanando con mesas que exhibían libros y afiches, con foto-murales que ilustraban las jornadas militantes de la huelga, con banderillas de colores colgadas entre las palmas; en algunas mesas se vendían donas, camisetas y otras cosas. En un foto-mural aparecía una estudiante ofreciéndole una rosa a un inocente policía que, inexplicablemente, vestía chaleco anti-balas, casco protector y portaba una Ingram 45 como gesto de su buena voluntad de instaurar un ambiente propicio para el diálogo y el libre intercambio de ideas. Era lastimoso el contraste entre los estudiantes manilimpios y aquellos desalmados de la ley. Muchos estudiantes desfilaron por la Placita para reconocerse en las fotos, pero no hubo una concentración masiva. La mayoría, agotada por las jornadas apenas terminadas un mes antes, combatía ahora contra la presión académica de un semestre “atomizado” en dos meses, o hacía una larga fila para entregar la exacción que se había negado a pagar en agosto. Había, además, desaliento ante la derrota, pues el aumento en las matrículas no fue revocado.

Era viernes. Todo tenía un aire de despedida, de qué-bueno-que-llegó-el-fin-de-semana. Alguien tuvo la dichosa ocurrencia de ponerse a tocar una guitarra y, como las hormigas a la miel, se acercó otro con bongó, el de más allá con un güiro, un tercero con palillos. Una muchacha empezó a arrancarle jirones a una canción de Silvio Rodríguez. El reloj de la torre, cómplice en esos días, calló que eran las doce y cuarto. La maniobra de la Guardia fue inteligente, considerando que se trataba de una especie que encaja incómodamente en categorías racionales. Primero llegó por el frente un grupo de guardias uniformados que ordenó detener la música y dispersarse. Apenas se retiraron cuando llegó por la espalda el contingente rudo, vestidos de civil y envalentonados. Nadie tuvo tiempo de darse cuenta de que el primer grupo había sido una especie de rabo-junco, ese pájaro sombrío que pasa antes de la tormenta. Y el huracán nos cayó encima. La primera ventolera fue un viento de macanazos. Las ráfagas siguientes volcaron mesas y sillas, arrasaron con los foto-murales y arrancaron la pancarta donde el bizcocho con una velita permanecía intacto. Con una destreza que habría causado risas en los angelicales miembros de la Fuerza de Choque, los guardias manejaban unas macanas más largas que sus brazos; el “elemento sorpresa” les dio la ventaja. 

El huracán azotó con tanta furia que en unos minutos la Placita quedó revuelta y desolada. Todos corrimos a buscar protección y nadie tuvo tiempo de detenerse a captar la totalidad de los hechos, salvo la cámara de vídeo escondida por la propia Guardia. Pero, de pronto, el viento cambió de dirección y una lluvia de piedras cayó sobre los guardias, que corrieron a refugiarse en el área de la torre. Yo estaba arrojando piedras tan furibundamente que no me daba cuenta de lo que pasaba hasta que alguien me gritó: “Quítate, que están disparando pa’cá”. ¡La tormenta acababa de empezar y ya estaba tronando!

Nadie tuvo tiempo de darse cuenta de que el primer grupo había sido una especie de rabo-junco, ese pájaro sombrío que pasa antes de la tormenta. Y el huracán nos cayó encima. La primera ventolera fue un viento de macanazos. Las ráfagas siguientes volcaron mesas y sillas, arrasaron con los foto-murales y arrancaron la pancarta donde el bizcocho con una velita permanecía intacto.

Lo que vino después se publicó en los periódicos. La prensa comercial mintió con lealtad. “Motín estudiantil en la UPR”: los estudiantes estaban haciendo ruido, los estudiantes interrumpían las clases, los estudiantes tiraron piedras, los estudiantes se batieron a tiros con la guardia. El rector, desde una cálida playa de Fajardo, determinó que los estudiantes habían provocado el confrontamiento. Una vez más la Fuerza de Choque entró al recinto y se acuarteló en las oficinas de la Guardia Universitaria. Seis estudiantes fueron acusados por incitación a motín. 

* * *

El PNP perdió las elecciones de 1984 y arrastró en su caída al triste séquito de políticos que administraban la Universidad. Nuevos administradores tomaron el control, los que, es verdad, no eran menos políticos (¿quién que es no es político?, para citar mal a Rubén Darío). Pero la nueva administración, también es verdad, estableció una distinción con los anteriores acólitos del poder y enderezaron las principales torceduras que habían dejado aquéllos a su paso. No se puede decir que hubo una transformación, pero hubo un cambio. Y a la Guardia Universitaria, como vanguardia del deterioro anterior, le llegó su hora bajo la nueva administración. De pronto, como esos animales ahogados que flotan en las aguas, empezó a emerger la podredumbre de aquella Guardia militarizada, corrupta, antinomia de lo auténticamente universitario. 

Una Comisión Especial del Senado Académico realizó una investigación de la Guardia y su papel durante la huelga de 1981. El nuevo rector, Dr. Juan R Fernández, nombró al licenciado Agustín Mangual Hernández para que investigara los hechos del 19 de febrero de 1982 en la Placita Antonia Martínez. Ambas investigaciones demostraron que el estudiantado tenía razón al denunciar a la Guardia Universitaria como una cuerpo militarizado, represor y corrupto que fue utilizado múltiples veces durante la huelga para agredir a estudiantes que se manifestaban contra el alza en las matrículas. Aunque las investigaciones no produjeron las sanciones que merecían los investigados, sentaron las bases para la posterior eliminación de la Guardia Universitaria, convirtiéndola en una Oficina de Seguridad no militarizada, con funciones de seguridad comunal, y cuyos miembros no volvieron a jugar un papel hostigador ni represor en posteriores conflictos huelgarios, lo mismo estudiantiles que laborales. 

Tal vez pasó un poco desapercibido, pero la eliminación de la Guaria Universitaria fue otra aportación, aunque algo tardía, del movimiento estudiantil de 1981. Además de la denuncia del alza en matrículas, de la ausencia de democracia real en los procesos institucionales, de la lucha por una nueva ley universitaria, el movimiento estudiantil obligó a los gorilas de la guardia a actuar públicamente según su verdadera naturaleza. Así, macanearon, secuestraron, persiguieron, pero también cavaron la tumba de la eliminación de aquel cuerpo anti-universitario.

Para los que vivimos aquellos días de entusiasmo y caos en que luchábamos por una Universidad mejor porque creíamos (y creemos) en un mundo mejor, los que estuvimos aquel día de furia y lucha en la Placita Antonia Martínez, la conservación de esa memoria no es una cuestión de nostalgias, sino una lección que confirmó y mantiene nuestra convicción de que para que un Puerto Rico mejor sea posible, una mejor Universidad de Puerto Rico tiene que ser posible. Yo no tengo dudas de que ambas lo son, cada día más urgentemente.

*Esta nota es una reescritura actualizada de un artículo titula “La cicatriz abierta”, publicado en febrero de 1987 en el Suplemento En Rojo del Semanario Claridad. 

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