Cada generación tiene su huelga, solía decirles a mis estudiantes preocupados por los paros y protestas. Se supone que era una forma de tranquilizarlos: no se preocupen, que ni en el 81 se perdió el semestre.
El 81 entonces no estaba tan lejos, algunos tenían recuerdos del revolú y el escarceo, de las imágenes de la policía y los estudiantes corriendo por Río Piedras, del humentín. Todo aquello se confundía en la memoria con la tensión de las vistas del Cerro Maravilla, el romerato y tanta otra cosa de ese final de siglo que también era, para mucha gente (especialmente la “del 81”), el clímax de su juventud.
Yo acababa de salir del cascarón. Estaba eufórica con la vida universitaria, encantada con las clases, pendiente de todo lo que sucedía, despistadísima e ingenua pero protegida por un grupo de amigos que (no lo supe hasta después) lo fueron para toda la vida.
De regreso a la UPR en 1988, entonces como profesora por contrato, sabía que yo era y no era del 81. Lo eran mis amigos y condiscípulos universitarios, nosotros acaso no. Hablo en plural porque éramos dos, una pareja, y compartíamos la sensación de haber y no haber estado, de haber y no haber aprendido sus lecciones. En mi caso, no me había tocado como estudiante ni una sola huelga desde mi entrada en 1978 hasta mi temprana graduación en verano de 1981. “Mi huelga” debía ser esa, que ya estaba calentando los motores en la toma del Decanato de Estudiantes y en la actividad teatral heredera del teatro de guerrilla de las que participé en mi breve paso por la Facultad.
Nosotros nos habíamos ido. “Nos la habíamos perdido”, nos decían entonces, emocionados y nostálgicos, los amigos “contemporáneos”. La que más o el que menos tenía sus historias de policías acechantes, carreras delante de la Fuerza de Choque, memorables asambleas multitudinarias, novelescas fugas del peligro, todas protagonizadas por interesantes personajes que habían surgido de entre la misma gente que ya conocíamos. Quién lo diría. Hasta mi papá (él, que había sido hasta entonces tan cauteloso en sus enfrentamientos a las autoridades) aparece en una maravillosa foto de Ricardo Alcaraz tomado del brazo de sus colegas desafiantes frente a la Fuerza de Choque.
Nos fuimos en el verano de 1981. Habíamos escogido un college town en el que pudiéramos ser buenos estudiantes, en donde tuviéramos trabajo y casa, y vivir con poco, y solicitamos ingreso a escuela graduada en Amherst, Massachusetts. Yo huía de mi casa; Carlos buscaba otra versión de sí mismo después de siete años de militancia (FEPI, FUPI, PSP, Poder Estudiantil, Teatro de Guerrilla, Tablazos). Después de la huelga, cuando ya estábamos establecidos, bastante avanzado el grado, empezaron a llegar ellos, expulsados de la UPR o agotados del país y admitidos a UMass; primero, Nora, más adelante: Luis y Emma, Tito y Rocío, Papo y Edna, Lico y Debbie, con las distinguibles señales de la experiencia, como si fuera una estrellita en la frente. Llegaban emparejados, felices, entusiasmados con los nuevos proyectos y marcados por vivencias que nosotros mayormente imaginábamos.
Ellos llegaron en grupo, venían de la práctica de la solidaridad que es aún más fuerte bajo la represión, la vigilancia, el acoso, también se habían descubierto como generación combativa, mucho más amplia que un grupo de amigos.
A nosotros nos tocó explorar solos aquel mundo tan diferente, un ámbito paralelo que siempre sentimos extranjero y provisional. No conocíamos a nadie y no teníamos idea del ambiente en el que nos adentrábamos. Sólo queríamos escapar – cada uno de algo diferente -, emprender algo nuevo, estar lejos. Ellos llegaron en grupo, venían de la práctica de la solidaridad que es aún más fuerte bajo la represión, la vigilancia, el acoso, también se habían descubierto como generación combativa, mucho más amplia que un grupo de amigos.
En alguito, sin embargo, habíamos participado nosotros, porque el atraso de ese primer semestre en Río Piedras y la extensión del receso invernal de Amherst nos permitieron asistir a algunas asambleas en diciembre de 1981 y enero de 1982.

Lo recordé por las carpetas. Hablo en plural porque Carlos tenía varias. Yo no tenía ninguna, aunque aparecía como personaje secundario, con el nombre algo alterado, en una de las páginas de la suya: “Sonia, la novia de Alverti” [sic]. No me he enterado todavía de quién era el informante, pero gracias a él puedo constatar que estuve en varias de las asambleas, como la del 20 de enero de 1982. Ese día se discutía si continuar la huelga y el informe es bastante pormenorizado. El documento, que habla de cuatro mil estudiantes, distingue una lista de cuarenta subversivos entre los cuales está Carlos Alberty y la misteriosa “Sonia”, así, sin apellido. Gracias a las carpetas puedo dar fe de que también estuvimos en la Asamblea General de Estudiantes de una semana antes, el 13 de enero. Yo no aparezco en la lista – tampoco Rocío – pero seguramente estábamos los cuatro juntos: Tito, Rocío, Carlos y yo. Éramos inseparables, y aquellas eran nuestras primeras vacaciones navideñas después de habernos ido. En aquellas listas de asistencia, la policía desglosa los “usual suspects”, mucha de la gente que luego el azar me devolvió como colegas, vecinas, amigas entrañables, gente valiosa para el país y para mi vida.
En Amherst, durante la huelga, solíamos buscar las noticias “recientes” en los periódicos que llegaban a la biblioteca de la universidad con un día de atraso, en las cartas (cuando todavía se enviaban por correo y tardaban en llegar una semana) y las pocas llamadas que recibíamos de vez en cuando. Mientras tanto, leíamos novelas de principios de siglo XX y poesía vanguardista hispanoamericana o de la Generación del 27, dábamos clases de introducción al español, mirábamos series viejas en un televisor en blanco y negro, y caminábamos por las nítidas aceras de aquel pueblo como si nos desplazáramos dentro de una burbuja en la que sólo cabíamos los dos, siempre extranjeros. La vida estaba en otra parte.
Tal vez por eso se me confunden las memorias de esos tiempos, las noticias de la huelga que escuchábamos o leíamos emocionados, por momentos envidiosos, porque aquello se parecía un poco a las historias que imaginábamos de las revoluciones juveniles de las que tanto habíamos hablado y cantado. Siempre queríamos estar allá, sin reconocer que lo que nosotros vivíamos entonces al otro lado, entre libros y extraños, nos llevaría de regreso.
Siempre queríamos estar allá, sin reconocer que lo que nosotros vivíamos entonces al otro lado, entre libros y extraños, nos llevaría de regreso.
De vuelta a Río Piedras en 1988 nos esperaba una UPR y un país que se fueron volviendo cada vez más precarios después de la década demencial de 1990. Se entregaron carpetas, algunos amigos fueron regresando, nos asentamos primero como pareja y colegas en la misma UPR, luego como padres de dos hijos que también se hicieron universitarios. Se fueron sucediendo paros, conflictos y más huelgas. En la última, la del 2017, nos movilizamos con un nuevo grupo de colegas, algunos de la vieja guardia, otros que no deben tener ningún recuerdo del 1981, para analizar y responder a la situación de la Universidad, cada vez más amenazada.
Pero esa es otra historia, hablábamos de la huelga del 81. El tiempo pasó, pasaron algunos de nosotros, y yo estoy aquí, después de todo, en el mismo sitio, como si estuviera en otro lado, con los mismos desafíos.