De diásporas y asambleas soberanistas: La cuestión del estatus como consulta popular reparadora
José Juan Pérez Meléndez
Foto de Angel Xavier Viera-Vargas, bajo licencia de Creative Commons (https://creativecommons.org/licenses/by/2.0/)
“…los gestos simbólicos y votos a destiempo en el Congreso de Estados Unidos revivieron el debate en torno a una asamblea del estatus y atizaron la imaginación política en torno a sus formas posibles. Sin embargo, llama la atención que la pregunta de quiénes tendrían el derecho a participar de una tal asamblea se ha cernido a marcos legalistas tradicionales, siendo que todas las propuestas recientes repiten los requisitos de residencia y ciudadanía como baluartes para controlar el acceso a proceso consultivos del estatus”
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I
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Qué significaría para un país sin estado propio darle cabida a una consulta popular y vinculante sobre su futuro? ¿Pero, además, qué si ese mismo país hubiera estado bajo dominio estadunidense por 125 años y, como resultado, en una profunda y continua crisis social, económica, política y ambiental? ¿Y qué si esas crisis hubieran acarreado el desplazamiento de un segmento considerable de su población a lo largo de varias generaciones? Estas preguntas pesan sobre los procesos consultivos o deliberativos sobre el devenir político de Puerto Rico, especialmente cuando ha vuelto a alzar vuelo la idea de una convención del estatus. Mientras que los recurrentes y cosméticos plebiscitos y referéndums no vinculantes han dominado discusiones respecto al status de Puerto Rico, desde hace décadas también se viene discutiendo la posibilidad de una asamblea que de alguna forma discuta, defina y en lo posible decida el rumbo de una soberanía propia para el archipiélago.
La noción de un cuerpo deliberativo para redefinir las alternativas de estatus de Puerto Rico ha tenido múltiples iteraciones a lo largo de más de siete décadas las cuales a veces se confunden entre sí. Ya en 1952 la Constitución del Estado Libre Asociado de Puerto Rico invocaba el resorte de una convención constituyente no para transformar radicalmente el nuevo estatus vigente, sino para revisarlo en caso de ser necesario y según lo aprobaran los votantes en un referéndum. Desde entonces, la noción de una asamblea para reelaborar el estatus político de Puerto Rico ha sufrido de limitaciones conceptuales significativas, empezando por el hecho de que en ocasiones se aluda a una asamblea del estatus como si fuera la constituyente autorizada por los fundamentos mismos del ELA. Ese error no sólo le haría eco al status establecido, sino que encuadraría la discusión el estatus estrictamente dentro del marco del estadolibrismo, dándole paso además a una lógica partidaria para determinar los parámetros de quién podría participar o gozar de representación en dicha asamblea. Además, darle pie a una asamblea de corte constituyente reproduciría los lugares comunes del derecho electoral para resolver una cuestión que, debido a su carácter histórico y colonial, requiere remedios y reparos que exceden el derecho electoral. En particular, el requisito de residencia en que se funda el derecho al voto afectaría a varias clases de personas que han cargado con el peso de la insolvencia política, las exclusiones, y los agravios históricos de un Puerto Rico bajo dominio colonial.
Estas cuestiones adquieren una relevancia especial en vista del resurgimiento en tiempos recientes de la posibilidad de una asamblea del estatus como parte del proyecto de ley H.R. 2070 (“Puerto Rico Self-Determination Act”) que aterrizó en la Cámara de Representantes de los Estados Unidos el 18 de marzo de 2021, y que hacía eco de un proyecto anterior, el H.R. 4963 de 2006, que nunca llegó a votación. La nueva medida de 2021 radicada por la representante Nydia Velázquez–nacida en Yabucoa, hija de trabajadores de la caña y egresada de la Universidad de Puerto Rico–sentaba las bases para una “convención del estatus,” es decir, “un cuerpo semipermanente” que se encargaría de proponer opciones de estatus y que habría de disolverse sólo cuando el Congreso de los Estados Unidos aprobara la opción que “el pueblo de Puerto Rico” seleccionara a partir de un referéndum. La medida estipulaba una “campaña de educación” para esclarecer las definiciones formuladas por la convención y requería que las delegadas y delegados de la convención fuesen seleccionados sólo por votantes residentes en Puerto Rico.

El H.R. 2070 le dio nuevo vuelo a la imaginación política en torno a una vieja propuesta. ¿Qué nuevos senderos podría trazar un foro sobre el estatus sancionado por el congreso que intentara revertir las campañas de desinformación respecto a las opciones políticas de Puerto Rico que desde los años de Muñoz amedrentaban al electorado y a la juventud puertorriqueña? ¿Qué se podría lograr con una convención bajo principios de representatividad que de una vez atajaran el monopolio sobre procesos de consulta del estatus que han ostentado los partidos establecidos y sus extendidas clientelas? Por más prometedoras que fueran, estas posibilidades quedaron suspendidas cuando el H.R. 2070 se fusionó con otro proyecto de ley de corte conservador, el H.R. 1522 (“Puerto Rico Statehood Act”). El mismo vedaba cualquier foro deliberativo respecto al estatus y proponía en su lugar una consulta en la que el electorado votara únicamente a favor o en contra de la estadidad. Ninguno de los dos proyectos consiguió apoyo suficiente para subir a votación por su cuenta. En consecuencia, sus proponentes negociaron entre sí y elaboraron un nuevo proyecto conjunto, el H.R. 8393, que excluyó la convención del estatus y se limitó a proponer un plebiscito sobre el estatus, como tantos otros celebrados anteriormente. Sin embargo, el H.R. 8393 delineó procedimientos constitucionales que irían a seguir en el caso de que cualquiera de las opciones entre independencia o estado libre asociado obtuviera más del 50% de los votos.
La Cámara de Representantes de los Estados Unidos aprobó este proyecto en diciembre de 2022 con 233 votos a favor (sólo 16 de los cuales eran republicanos) y 191 en contra. Pero este fue un voto a destiempo porque se dio a toda prisa antes de que la mayoría demócrata que apoyaba la medida fuera reemplazada por una mayoría republicana. Además, ya se sabía que el proyecto quedaría colgado en el senado. De todas formas, el proyecto de ley H.R. 8393 representó la primera votación vinculante desde 1952 por parte de cualquier rama del congreso estadunidense en lo relativo a la cuestión del estatus de Puerto Rico, un hito que tardó muchísimo en concretarse pero que dejó al descubierto una profunda desidia federal hacia Puerto Rico. En dramático contraste con la insidiosa inercia del congreso, en ese mismo año el Comité de Descolonización de las Naciones Unidas aprobaba su cuadragésima resolución sobre Puerto Rico. Ese ya ritualizado y casi anual llamado a resolver la condición colonial del archipiélago puertorriqueño se dio en un espacio guiado por el derecho internacional y caracterizado por una amplia participación ciudadana que incluyó tanto a grupos e individuos residentes en Puerto Rico como a otros de su extensa y diversa diáspora, una parte considerable de la cual–vale recordar–fue expatriada por relaciones de poder y por una precariedad social facilitadas por el dominio de los Estados Unidos y el estado colonial del ELA.
II
Pese a todo, los gestos simbólicos y votos a destiempo en el Congreso de Estados Unidos revivieron el debate en torno a una asamblea del estatus y atizaron la imaginación política en torno a sus formas posibles. Sin embargo, llama la atención que la pregunta de quiénes tendrían el derecho a participar de una tal asamblea se ha cernido a marcos legalistas tradicionales, siendo que todas las propuestas recientes repiten los requisitos de residencia y ciudadanía como baluartes para controlar el acceso a proceso consultivos del estatus (en casi todos los casos, como en el H.R. 2070 y 8393, indirectamente por delegación). Como punto de partida, pues, el expediente de una asamblea del estatus para dialogar sobre los futuros de Puerto Rico–un diálogo que requiere que también se discutan sus pasados–ha excluido automáticamente muchas clases de personas afectadas directamente por el estatus colonial de Puerto Rico a lo largo de varias generaciones tanto como en tiempos recientes. Esta tendencia es alarmante precisamente en un momento en que han tomado nuevo vuelo los debates en torno a la descolonización de Puerto Rico. Y mucho más si se toma en cuenta que al tiempo se ha expandido la diáspora a raíz de sucesos irrefutablemente marcados por el sello de lo colonial, como lo son la reestructuración económica impuesta por la ley PROMESA y la larga cola de estragos del huracán María. ¿Cómo podría reimaginarse una asamblea del estatus de modo que corrigiera estas exclusiones y diera cabida, si no a una franquicia expandida, por lo menos a una comunidad consultiva y deliberativa que incluya a todas aquellas personas que han sido afectadas por la condición colonial de Puerto Rico?
una asamblea popular soberanista atajaría el rol mediador que se confieren las élites políticas y los partidos, y serviría de puente entre los intereses, los testimonios, las necesidades y perspectivas de base y los espacios del derecho internacional que les dan prioridad a la libre determinación de los pueblos, entendiendo este último concepto de forma que abarque las diásporas coloniales.
Una mirada a vuelo de pájaro sobre la larga trayectoria de los llamados a una asamblea constituyente revela los presupuestos que han impedido propuestas más abarcadoras y atrevidas respecto a quién debe tener voz en una asamblea que delibere e intente definir opciones soberanas para Puerto Rico. El llamado a una constituyente que le restara poder a los partidos a través de la elección directa de delegados viene fraguándose desde los años 60 en las discusiones al seno del Colegio de Abogados de Puerto Rico y ya en los 80 en los llamados del Partido Socialista Puertorriqueño que continuaron en el Movimiento Nacional Hostosiano a partir de 1993. En parte gracias a esos esfuerzos, surgió en el Congreso de los Estados Unidos el primer “Puerto Rico Self-Determination Act” de 2006 (H.R. 4963/S. 2604), seguido por un proyecto de ley del senado de Puerto Rico en el 2013 que postulaba una Asamblea Constitucional del estatus pero que no prosperó. El Colegio de Abogados retomó la discusión de algunas de esas ideas en el 2021 en paralelo al H.R. 2070.

Estos vaivenes han contribuido intermitentemente a una agenda consultiva respecto al estatus, pero involuntariamente también han dado pie a que ciertos sectores políticos se confunda la idea de una asamblea del estatus con una convención constituyente. En efecto, ya el H.R. 4963 de 2006 le competía al ELA establecer una tal convención para examinar las opciones de libre determinación. De ahí quizás que la intelligentsia y las dinastías del Partido Popular Democrático hayan mostrado cierto consenso en los últimos diez años respecto a la utilidad de una asamblea del estatus entendida a grandes rasgos a través del prisma de la Constitución del ELA, es decir, como convención constituyente.
El PPD asume esta errónea interpretación de lo que sería una convención del estatus pese a las obvias limitaciones de la Constitución del ELA para repensar o incluso transformar la relación entre Puerto Rico y los Estados Unidos, e incluso pese a la falta de titularidad constituyente real en la raíz misma del ELA apuntada por el profesor de derecho Joel I. Colón Ríos. Confrontando su propia caducidad, el PPD parece consentir a una discusión del estatus tanto en cuanto esta vuelva a autorizar las estipulaciones para una constituyente incluidas en la Constitución de 1952 y le devuelva al ELA una legitimidad que ya de por sí ha perdido. Resulta evidente, pues, que las propuestas consultivas para definir alternativas soberanas en tiempos recientes siempre jueguen exclusivamente dentro de su cancha y sean incapaces de imaginar mundos más allá de sus propios marcos legales y políticos de referencia. Si para soberanistas y populares la Constitución del ELA sigue siendo el punto de partida y el perímetro de lo posible, para estadistas en cambio es la Constitución de los EEUU la que ostenta la única autoridad reconocible y elimina del todo no sólo la necesidad sino además la posibilidad de una “propuesta procesal de convención,” en palabras de Alejandro Torres Rivera, cuyo corte asambleario y deliberativo la diferencie del mecanismo de los plebiscitos. Entre el derecho federal de los Estados Unidos y la Constitución del ELA, la noción de una convención del estatus queda entre la espada y la pared, atrapada dentro de los mismos marcos legales que en primer lugar engendraron los tergiversados e incoherentes dilemas judiciales que han alcanzado su punto de crisis en estos tiempos.
Pero a la luz de la construcción social del derecho se podría concebir en cambio una convención del estatus de base, construida desde los terrenos plurales de lo político entendido como un campo autónomo de los aparatos de partido. En efecto, la idea de un foro consultivo y representativo con miras a definir vías de descolonización y de libre determinación podría encauzarse por nuevos rumbos si se repensara como asamblea popular soberanista, abriendo paso de ese modo a una representatividad plural que imaginara y ejerciera formas posibles de soberanía ya desde su propio funcionamiento. Una asamblea popular soberanista redefiniría sus parámetros de participación más allá de los marcos electorales y de las élites políticas que han saboteado la representación democrática. Por otra parte, abriéndole espacio a actores de la sociedad civil, esta asamblea podría también replicar la inclusividad practicada en foros de derecho internacional en donde grupos cívicos e individuos expatriados gozan de una participación robusta, como lo han demostrado las cíclicas vistas del caso de Puerto Rico frente al Comité de Descolonización de la ONU. En ese sentido, una asamblea popular soberanista atajaría el rol mediador que se confieren las élites políticas y los partidos, y serviría de puente entre los intereses, los testimonios, las necesidades y perspectivas de base y los espacios del derecho internacional que les dan prioridad a la libre determinación de los pueblos, entendiendo este último concepto de forma que abarque las diásporas coloniales.
En potencia, pues, una asamblea popular soberanista activaría una representatividad a base de una lógica de reparaciones aún por definirse mas que incluyera de entrada la participación de aquellas clases de personas excluidas históricamente por la dinámica colonial. Para ese fin, como cuerpo potencial o simbólicamente constituyente, la asamblea popular soberanista debe asumir la potestad de definir los contornos de un pueblo no sólo de forma democrática y autónoma, sino además con una perspectiva histórica que restaure los derechos políticos y sociales de sectores, comunidades e individuos previamente excluidos o puestos en desventajas estructurales en función de la trayectoria colonial del archipiélago–ejemplos entre los cuales cabría destacar a las mujeres esterilizadas programáticamente a partir de 1946, los campesinos embaucados por el Farm Worker Program, los veteranos de las guerras de Corea y de Vietnam, los residentes de Vieques y Culebra, los vecinos de Roosevelt Roads y quizá hasta quienes viven en zonas aledañas a los campos de las semilleras transgénicas expuestos como están a potentes pesticidas. Es decir, que la asamblea podría adoptar mecanismos de inclusión y participación para hacer valer una voluntad general que trascienda el marco de la larga relación colonial y sus perjuicios. Concretamente, podría detallar su carácter popular con una ampliación participativa que incluya organizaciones cívicas y mecanismos de consulta, testimonio y auditoría directa. Y de forma igualmente significativa, tendría también que restituirle el derecho a la participación política a las diásporas que hayan migrado o sido expatriadas como parte del entramado colonial. Antes de examinar qué conllevaría este cambio de paradigma de un marco de representación electoral a un marco de reparaciones inclusivo, vale la pena echar una vista sobre puntos de referencia relevantes que, en otros contextos de austeridad forzada, permiten situar lo popular dentro de mecanismos de participación democrática directa y articulaciones cotidianas de soberanía.
III

¿Cuáles serían algunos modelos para definir la nueva representatividad en una asamblea popular soberanista? La soberanía entredicha del ELA y la crisis socioeconómica que viene asolando a Puerto Rico desde finales de los 90 abren campo para buscar ejemplos de organización y representatividad popular en otros contextos caracterizados por embates neoliberales. Podemos pensar en las asambleas barriales que se organizaron en Buenos Aires y se extendieron por toda la Argentina entre 2001 y 2002. Con el gobierno preso de su deuda externa y el total colapso de la economía, la vecindad se tornó el foro principal de acción social y política, con reuniones que buscaban ejercer una soberanía del día a día a través de la discusión comunitaria de necesidades y proyectos compartidos. Cabe señalar que estas iniciativas se dieron más allá de lo estatal, bajo la premisa incontestable de un estado en quiebra en el sentido pleno de la palabra y bajo asedio de “fondos buitres” de acreedores, en una situación análoga a la de Puerto Rico.

Podría pensarse también en la definición abierta, plural y políticamente informe que inauguraron los movimientos sociales de la década de 2010. Dándole frente a las políticas de austeridad tras la crisis financiera de 2007-2008, estos movimientos ciudadanos experimentaron desde su inicio con formas de participación política no partidaria guiadas por problemas de interés social y aprovechadas tanto por individuos como por colectivos que incluían grupos comunitarios de base y gremios profesionales y de servicio público. Los “Indignados” del Movimiento 15-M que se comenzaron a movilizar en España en mayo del 2011 nutrieron sus jornadas a base de consultas populares y comisiones de trabajo. Su corte asambleario garantizaba el acceso abierto e igualitario, y provee para el caso de una asamblea popular soberanista en Puerto Rico el ejemplo de una participación cívica entrenada en el ejercicio de su propia soberanía, igual al que ya viene practicando un sinnúmero de grupos comunitarios y colectivas sociales en el archipiélago y las diásporas.
Otros marcos de referencia más formales pueden también servir para imaginar el funcionamiento de una asamblea popular soberanista, como por ejemplo el proceso de transición democrática que se inició en Brasil con el fin de la dictadura en 1985. Al iniciarse la labor de redactar una nueva constitución, el proceso peticionario jugó un papel importantísimo en el Brasil. Quienes escribían a la asamblea constituyente con ideas, pedidos y proyectos iban montados sobre una pujante movilización social que llevaba años reclamando elecciones directas tras la supresión de este derecho por el régimen militar. Fue ese activismo anterior y su traducción a una robusta actividad peticionaria lo que le instauró el carácter socialmente progresista a la constitución brasileña de 1988, la cual entre otras cosas estableció nuevos marcos de derecho incluyendo en el ámbito de la protección ambiental y el reconocimiento de los derechos de comunidades indígenas o afrodescendientes de comunidades cimarronas (quilombolas). Una apertura a procedimientos peticionarios le daría a la asamblea soberanista puertorriqueña la capacidad de expandir su alcance y de desenvolverse bajo la impronta de preocupaciones cívicas concernientes a una larga agenda de derechos sociales por atenderse.

En tiempos más recientes, la constituyente chilena de 2021 sentó bases de referencia importantes pese que su texto no haya sido aceptado en última instancia. Fue paritaria en términos de género, con sus 155 delegados divididos entre 77 mujeres y 78 hombres–a lo que en futuras instancias se podría abrir a otros géneros. La delegada más joven contaba con 21 años, mientras que el mayor tenía 81. La edad promedio de la asamblea rondaba los 44 años. Si bien la abogacía representó la profesión predominante (con 65 practicantes o estudiantes de ese ramo), le seguía en número quienes trabajaban en el sector educativo (20), y quedaban sub-representados los doctores, profesión con alta participación en el parlamento entonces vigente. Es interesante notar que de una convención de 155, sólo 3 eran parlamentarios y 9 habían servido en altos cargos de gobierno. Cabe resaltar también una representatividad política inédita en el Chile postdictadura: mientras que la oposición conservadora ocupó 37 escaños, la centroizquierda 25 y el frente de izquierdas 28, la convención contó con bloques no alineados significativos, incluyendo la “lista del pueblo” con sus 27 puestos, los independientes con 21 en total y los pueblos originarios, para los cuales se reservaron 17. Si bien es cierto que la propuesta constitucional que se produjo en esta convención fue rechazada en 2020 por motivos complejos, no deja de ser un hito que su texto haya sido uno de los más socialmente equitativos y ambientalmente comprometidos entre las constituciones de las Américas, y en ese sentido un reflejo de la amplia representatividad de sus delegaciones.


Puerto Rico y sus diásporas cuentan también con sus propios modelos de autogestión colectiva de base para orientar el formato y el funcionamiento de una asamblea popular soberanista. Los comedores sociales, las cooperativas, las fincas y escuelas agroecológicas, los colectivos artísticos, los proyectos comunitarios como Casa Pueblo, las organizaciones afropuerrorriqueñas, LGBTQI+ y feministas y las Asambleas de Pueblo que se autoconvocaron tras los eventos del verano del 2019, entre otras, proveen ejemplos de primera línea. En las diásporas además se cuenta con una larga tradición tanto de organización comunitaria como de coaliciones amplias alrededor de un sinnúmero de causas cívicas, incluyendo agendas anti-pobreza, resistencia en contra de la militarización y la violencia policial, campañas por mejoras en la educación pública y luchas en nombre de los derechos de los inmigrantes. Las modalidades democráticas y consultivas en la toma de decisiones de muchas de estas agrupaciones servirían de caldo de cultivo para los procedimientos de una asamblea popular soberanista que además funcionara como frente compartido para estas múltiplesautarquías, expandiendo el radio de sus membresías.




A todo esto, quedan las preguntas: ¿quiénes deberían participar y votar en una asamblea popular soberanista? ¿Y bajo qué consideraciones? Mientras que los proyectos de ley articulados hasta la fecha tienden a reservarle a la legislatura de Puerto Rico la atribución de decidir sobre estos asuntos, le compete a la sociedad civil comenzar a articular expectativas y posibilidades. Para comenzar a tantear posibles parámetros de participación, valdría la pena establecer tres salvedades iniciales. Primero, que participación en la asamblea no se traduciría automática ni necesariamente en participación de cualquier mecanismo consultivo plebiscitario, siendo que entre otras responsabilidades la asamblea se encargaría de definir los confines participativos de cualquier consulta. De este modo, se puede concebir una asamblea en un sentido amplio que incluso cuente con la participación de sujetos que de otro modo no serían contados por no caer dentro de los confines dados como legítimos en el derecho electoral o que han sido históricamente excluidos o condicionados dentro del mismo. Puede pensarse, por ejemplo, en las poblaciones confinadas, en las personas con minoría de edad o con discapacidad mental, y especialmente en las personas exiliadas o expatriadas, de lo cual hablaré en adelante.
Segundo, que las doctrinas que se usan tradicionalmente como fuentes de acceso a los plenos derechos de una ciudadanía quedan cortas para tratar la cuestión de quién debe y puede tener acceso a debatir y luego determinar alternativas para el estatus de Puerto Rico. La jus solis, el derecho al que se accede en función del lugar de nacimiento, y la jus sanguinis, el derecho que se le lega a las personas a través de su linaje independientemente de dónde hayan nacido, estipulan dos alternativas que podríamos sintetizar en los requisitos de residencia y “etnicidad”. Es decir, que bajo estos rubros respectivamente se determinaría si una persona tiene derecho a la ciudadanía en el caso de Puerto Rico si ha nacido en el archipiélago o si posee un(a) progenitor(a) puertorriqueñ(a/o). Sin embargo, incluso si se usaran ambas doctrinas de forma relativamente complementaria, como sucede en algunas jurisdicciones, de cualquier forma quedarían cortas por sí mismas para determinar participación en un asamblea popular y pluralista debido a que no abarcan la diversidad de experiencias y exclusiones históricas que han pesado y todavía pesan sobre la condición colonial de Puerto Rico.
Basta recordar el “born and raised” con que los sectores de clase alta suscritos a la estadidad se presentan en los foros en que se discute el asunto del estatus de forma cíclica. Nacimiento y aculturación se despliegan así como armazones de legitimación en las vistas del Comité de Recursos Naturales en Washington o el Comité de Descolonización de las Naciones Unidas. Pero también existen experiencias profundas y acreedoras de una restitución en personas que no han nacido en Puerto Rico, pero cuentan con progenitorxs puertorriqueñxs y fueron criadas como tal. Como atestiguó de forma conmovedora una puertorriqueña nacida en Nueva York en las últimas vistas sobre Puerto Rico en las Naciones Unidas, “I wasn’t born in Puerto Rico, but Puerto Rico was born in me”. El vocabulario que se usa en estos foros ya adelanta que en la cuestión de la participación en el asunto del estatus de Puerto Rico se libra una lucha de clases tanto como una lucha por la memoria histórica dentro de las cuales queda patente que la condición colonial de Puerto Rico lastra agravios y perjuicios intergeneracionales y extraterritoriales.
Las doctrinas prevalecientes que determinan acceso a participación y representación política son, pues, incapaces de abarcar estas condiciones, por lo que es necesario expandir la imaginación política y proponer una franquicia, por así decirle, extensiva a un número de agrupaciones y comunidades que, como parte de un futuro programa de reparaciones descolonizador, deben tener como mínimo pleno acceso de participación directa en una asamblea popular soberanista. Este acceso serviría además de contrapeso a los prejuicios principalmente de clase, pero también de cariz xenófobo con los cuales distintos sectores políticos del archipiélago se refieren con frecuencia a las diásporas históricas. Además, le quitaría de las manos a las élites políticas el derecho que se han arrogado de definir los lineamientos de la puertorriqueñidad, definición que siempre precisa de grupos excluidos. Donde en antaño fueron las personas esclavizadas, en el siglo veinte lo fueron las huestes campesinas y obreras expatriadas por obra del estado, y en el veintiuno quizá lo sean las personas desplazadas por la austeridad y refugiadas por la crisis climática.

¿Quiénes, entonces, han sufrido una exclusión en función de la incapacidad del pueblo de Puerto Rico, entendido en su sentido más amplio de gobernarse y determinar políticas de bienestar, de desarrollo, y de relaciones internacionales propias? Habría que comenzar a responder esta pregunta hilvanando algunas fuerzas históricas que hayan acentuado los males que acarrea la falta de soberanía. Vale recordar la persecución de agrupaciones políticas nacionalistas, socialistas y anarquistas que resultó en muchos casos en exilio, privación de derechos o un grado de intimidación que violentaba los derechos más básicos de seguridad individual. Vienen también a la mente el desarrollismo y el maltusianismo muñocistas, que redundaron en campañas variopintas y violentas de ingeniería demográfica, desde la migración planificada de trabajadorxs puertorriqueñxs a los pomares de Connecticut o las maquilas de Nueva York a la esterilización involuntaria de mujeres, el desplazamiento y la concentración forzada de migrantes rurales y sectores empobrecidos en San Juan y el adoctrinamiento de generaciones enteras bajo la égida de la guerra fría, que postulaba la relación con los EEUU como único salvoconducto político legítimo. Finalmente, en tiempos más recientes, la falta de distintas protecciones para grupos vulnerables y el desmonte del estado a base de lógicas de austeridad y privatización, especialmente de 1993 en adelante, generaron nuevos éxodos cuyos sujetos apenas comienzan a articular el derecho a tener derechos respecto a la determinación del futuro de Puerto Rico, y por lo tanto de sus futuros propios.
No faltan aquí tampoco marcos de referencia para definir una franquicia extendida en la selección de delegadxs a una asamblea popular soberanista y potencialmente en un proceso consultivo, siendo que esas diásporas han sido en muchos casos privadas de su derecho de participación política por diseño particularmente a partir de los años de Muñoz o por una negligencia programática por parte del estado en la era neoliberal inaugurada en los 90. ¿Cómo se han construido en otros contextos el cuerpo de derechos de una diáspora? En algunos lugares, nuevas leyes de repatriación han permitido el retorno o la concesión de ciertos beneficios y derechos políticos a comunidades forzosamente exiliadas, como es el caso en España en lo relativo a descendientes de “españoles” de distinta índole, incluyendo por ejemplo la apertura entre 2015 y 2019 a solicitudes de ciudadanía para descendientes la diáspora sefardí víctima de las expulsiones judías comenzadas en 1492 o la “ley de nietos” aprobada en 2022 para reconocerle la ciudadanía española a personas descendientes de individuos exiliados por la Guerra Civil de 1936-1939 y la dictadura franquista. La amnistía, repatriación y/o recuperación de derechos políticos de individuos exiliados por las dictaturas del Cono Sur sirven también de contrapunto en el sentido de que estos procesos se dieron en medio de movilizaciones sociales que antecedieron y/o acompañaron las transiciones democráticas en Argentina, Brasil y Uruguay. En ese sentido, el retorno de los exiliados marcó una ampliación democrática de derechos similar a la que se podría pensar para reincorporar a la diáspora puertorriqueña a procesos deliberativos en torno al estatus.
…en la cuestión de la participación en el asunto del estatus de Puerto Rico se libra una lucha de clases tanto como una lucha por la memoria histórica dentro de las cuales queda patente que la condición colonial de Puerto Rico lastra agravios y perjuicios intergeneracionales y extraterritoriales.
En el caso de Puerto Rico, abrir paso a una participación amplia y restitutiva en el debate en torno a los futuros del archipiélago y sus gentes ha de verse entonces principalmente como una cuestión que atañe a sus residentes actuales. Pero también ha de verse como una cuestión de generaciones que incluya a las personas expatriadas y a su prole a través de mecanismos de elegibilidad aún por formularse. De forma crucial, también ha de verse como una cuestión de reparación y restitución extensiva a cualquier individuo que haya salido del país por razones forzosas o incluso pasivas, en el caso en que no existiese un marco legal de protecciones o servicios necesarios, como lo podrían ser por ejemplo las personas víctimas de violencia de género o abuso doméstico, LGBTQI+, o pacientes de enfermedades no tratables en Puerto Rico. Se podría incluso pensar en las personas que salieron de Puerto Rico y no consiguieron volver a causa del colapso económico que ha asolado al país en lo que va de siglo–patrón íntimamente ligado a la condición colonial que hace de Puerto Rico la jurisdicción más pobre de la “unión” por debajo de Mississippi, y paradójicamente la jurisdicción con el menor salario promedio y mayor costo de vida, condiciones largamente impuestas por medidas como la ley de cabotaje y ahora reforzadas por los presupuestos draconianos de una dicha junta de supervisión fiscal.
La propuesta de una participación directa y representativa que incluya las diásporas en una asamblea popular soberanista trae a tono debates innovadores en torno de los derechos electorales de personas migrantes. Además del derecho del que deben disponer las personas expatriadas de votar en sus países de origen a través del voto ausente u otros mecanismos, ahora se discuten también experimentos para que estas personas gocen de nuevos derechos representativos y participativos en su lugar de residencia en el extranjero, particularmente en lo concerniente a elecciones municipales. De esta forma, cabe conceptualizar varias vías de participación para las diásporas puertorriqueñas tanto como para otras diásporas de inmigrantes radicadxs en Puerto Rico de forma documentada o no. La robusta comunidad dominicana, entre otras, podría así incorporarse a procesos deliberativos sobre el futuro de una sociedad a la que ha contribuido de tantas formas y por generaciones.

La creatividad y los precedentes que la sostengan sobran para el objetivo de articular una política inclusiva en el marco de las discusiones futuras sobre el estatus de Puerto Rico, particularmente si y cuando tomen el rumbo de una asamblea soberanista. Habría en todo caso que imaginar también las múltiples reacciones que suscitará cualquier esfuerzo en esa dirección, especialmente si se toma en cuenta la tendencia a restringir el voto y la participación democrática por vías electorales que ha liderado el PNP en estos últimos años y que ahora se refuerza en una campaña conjunta del PNP y el PPD en contra de las coligaciones políticas que amenazan su hegemonía bipartidista. ¿Quién, habría que preguntar, le teme a una franquicia extendida? Esos intereses serían el obstáculo principal no sólo para la emergencia de una plataforma de reparaciones, sino también para la capacidad de la política puertorriqueña de delinear una amplitud de derechos tendientes a una universalidad por encima de las definiciones y divisiones generadas por el marco colonial.