Del mundo de Miguel Enríquez y José Campeche: Apuntes sobre el racismo heredado
María de los Ángeles Castro Arroyo
José Campeche, Ex-voto del Ataque Británico a San Juan en 1797 (detalle)
Bien sabéis que en Puerto Rico, como en casi todos los lugares de las Indias, el ser pardo es una loza sobre la cabeza, que tienen que soportar aquellos que por su infortunio nacen con esa sombría mancha…, y por tanto estoy expuesto a las reglas que los blancos, que sin ningún pudor se llaman hombres de honor, principales, distinguidos, etc. han establecido para su personal provecho.
Miguel Enríquez
Así resumió el corsario puertorriqueño lo que significaba ser mulato en la sociedad puertorriqueña del primer tercio del siglo XVIII. El entonces hombre más rico y poderoso de la isla terminó sus días víctima de sus transgresiones en una sociedad donde el mayor baldón era ser negro o su descendiente. Fray Íñigo Abbad lo reafirmó con una frase lapidaria: “no hay cosa más afrentosa en esta Isla que ser negro o descendiente de ellos…”. Peor aún si se era mulato e hijo ilegítimo. Los epítetos que les dirigía la élite blanca – “raza infesta”, “mala raza”, “raza inferior”— recalcaban la deshumanización que se les atribuía como arma de subordinación.
La esclavitud africana fue potenciada por civilizados estados europeos como parte de una empresa económica centrada en la trata trasatlántica y la explotación de los territorios americanos. Para justificarla, se inventaron múltiples teorías, inclusive con la complicidad de la iglesia, al atribuirle al negro defectos de origen divino y otras tantas conjeturas para acreditar la imposición sobre aquellos a quienes se obligaba a realizar los duros trabajos desdeñados por los grupos blancos dominantes.
Agotada la mano de obra indígena, el trabajo esclavo prevaleció en la minería, las obras públicas, la construcción de las ciudades, el servicio doméstico, las labores manuales y en las agrícolas, sobre todo en la industria azucarera. Su tardía abolición ayudó a consolidar el estigma sobre aquellos que la habían sufrido y sus descendientes, señalados por sus rasgos físicos y su cultura. El racismo, en todas sus tonalidades y disfraces, es el más viejo y pernicioso de los males heredados de la esclavitud africana, aunque muchos niegan su existencia en la sociedad actual. La idea de que en Puerto Rico ha prevalecido la armonía interracial descansa sobre la infundada creencia de que bajo el régimen español todos convivían como una “gran familia”.
En apoyo a esa falacia, suelen destacarse casos de negros y mulatos que estamparon una huella en su momento histórico. Los ejemplos de Miguel Enríquez y José Campeche, en el siglo XVIII, y los del maestro Rafael Cordero y su hermana Celestina (también maestra, aunque menos recordada), el contratista Julián Pagani y el médico José Celso Barbosa, en el XIX, han servido en ocasiones para mostrar el indulgente prejuicio local, la tolerancia hacia el subalterno denigrado, pero olvidan que el reconocimiento a sus indudables méritos nunca llegó al punto de considerarlos semejantes a un miembro de la élite blanca.
A dos seres con vidas tan diferentes como fueron Enríquez y Campeche los igualaba ante la sociedad el ser descendientes de esclavos y su condición de mulatos. El primero enriqueció y adquirió gran poder económico mediante el contrabando; el segundo brilló como retratista y pintor de cualidades sobresalientes. Ambos tuvieron amistad con personajes de la élite y miembros del alto clero de la ciudad y vivieron entre blancos en la calle de la Cruz. Sus rostros eran agradables, sus cuerpos proporcionados y suaves sus pelos. Fueron hombres devotos, protectores de sus familias. El corsario tuvo amores e hijos de uniones libres, mientras que la vida del pintor lindaba con la monástica. Su fama trascendió los confines insulares siendo la ciudad su base de operaciones.


Como era usual, los dos se apropiaron de prácticas y usos de las clases altas, entre ellos la tenencia de esclavos que formaba parte del ambiente en que vivieron. Tenerlos demostraba cierto poder económico y ascenso social. Mas esto lo resentían y temían las élites blancas. Llegar a disfrutar de cierto prestigio no significaba aceptación igualitaria; se mantuvo en el plano de la condescendencia por las virtudes de cada uno. A pesar de la riqueza acumulada y los servicios prestados por Enríquez, la Corona —con la complicidad de los principales de la ciudad— se deshizo de él cuando ya no servía a sus intereses; murió solo, asilado en el convento de los dominicos, despojado de sus bienes y, quizás, envenenado. En cambio, a la hora de su muerte, Campeche tuvo el entierro que había dispuesto, con exaltaciones y evocaciones a su arte. Sin embargo, dejó pocos bienes y su hermana tuvo que suplicarle a la Corona una pensión. La fuerza de ambos atemperó el prejuicio solo hasta cierto punto. Ni siquiera la vida ejemplar del pintor y el reconocimiento a su pintura le ganó la igualdad social. Para aquella sociedad, pese a su celebridad, continuaron siendo un contrabandista y un artesano a pesar de que se destacaban sobre la elite blanca con la que convivían.
El racismo, en todas sus tonalidades y disfraces, es el más viejo y pernicioso de los males heredados de la esclavitud africana, aunque muchos niegan su existencia en la sociedad actual.
Los fueros militares y la iglesia, opuestos al mestizaje, prohibían los matrimonios desiguales, pero no podían impedir las uniones consensuales, las relaciones sexuales libres, ni las violaciones de mujeres negras, esclavas o no, que resultaban en hijos ilegítimos, desdeñados por ser mulatos espurios. Aparte del abusivo control que les daba el poder, se trataba de una censura hipócrita, porque militares, clérigos y altos funcionarios del imperio copulaban con las mismas mujeres que despreciaban. El corsario Enríquez era probablemente hijo de un sacerdote, sin ser esto una singularidad. Hubo gobernadores notorios por sus impúdicas excursiones nocturnas e incluso quien vendió una hija mulata como esclava. El poderoso cabildo no admitía negros ni mulatos en su cuerpo. En 1806 el regidor Manuel Hernáiz tuvo que pelear el puesto que había comprado en subasta pública, impugnado porque su esposa descendía de mulatos. Tras el rechazo estaba el temor del Estado y de la élite blanca al ascenso de los mulatos y la competencia que estos podían representar a sus privilegios de clase, amén de perderlos como mano de obra en oficios mecánicos.
Las repercusiones que tuvo la Revolución Haitiana (1791-1804) agravaron el terror ante la gente de color. Los rumores de posibles sublevaciones esclavas y la invasión haitiana de Santo Domingo (1821-1844), exacerbaron el resquemor de los blancos principales y de las autoridades quienes actuaron para salvaguardar sus intereses. Intentaron blanquear la población mediante el fomento de la inmigración y tomaron otras precauciones extremas desplegadas en los bandos de policía y circulares que culminaron con el opresivo y cruel Bando contra la raza africana del gobernador Juan Prim en 1848. Es decir, el Estado procedía en total sintonía con los estratos dominantes, reforzando las medidas de control frente a los que podrían subvertir el orden político y social establecido. .

Es difícil precisar el cumplimiento de dichos códigos, mas lo significativo es el envilecimiento de los afrodescendientes en ellos.
Por otro lado, el crecimiento desmedido de la población a lo largo del XIX generó en San Juan la aglomeración que provocó situaciones de insalubridad e incomodidad. Las estrecheces de una ciudad asentada en el extremo oeste de una isleta con topografía accidentada, amurallada, fortificada y regida por reglamentaciones militares, sin posibilidades de crecer hacia lo alto por el temor a los terremotos y las restricciones defensivas, abastecida de agua mediante aljibes, tuvo las repercusiones más visibles sobre los sectores pobres poblados mayormente por afrodescendientes. Muchos vivían en el medio de la ciudad, alquilados en estrechas habitaciones en las plantas bajas de las casas, en zaguanes o en rincones habilitados como dormitorios, pero otros muchos fueron empujados hacia los bordes que quedaban sin construir, formando barriadas señaladas, incluso por expresivos nombres como el de Culo Prieto, en el recinto norte.

Para contrarrestar el serio hacinamiento existente, las autoridades propusieron el ensanche de la ciudad con el derrumbe de las murallas, conseguido en 1897, y con el desplazamiento de la “gente sobrante y mal entretenida…”, como los tildaron en 1800 los regidores del cabildo, hacia los sectores de Puerta de Tierra y Santurce.

Desde el siglo XVI las casas de la ciudad albergaban un número variable de personas. Al núcleo familiar se unían criados, esclavos, agregados e inquilinos varios que ocupaban distintas áreas de las viviendas, según lo demuestra el padrón de 1673 ordenado por el obispo Bartolomé García de Escañuela. En el siglo XIX, con el aumento demográfico, la falta de espacios para acogerlo cambió el tono de la condescendencia comunitaria porque la aglomeración aproximaba a los diferentes componentes sociales más de lo que les gustaba a las élites que reprobaban sus conductas y la cercanía estrecha. Sobre todo, los patios comunes fueron un foco de irritación continua por los olores de sus cocinas, la algarabía, la presencia de animales sueltos y el comportamiento bullanguero que chocaban con los hábitos de las clases altas que habitaban los pisos superiores. La intolerancia y el desdén hacia ellos se acentuaron más.
El Consejo de Administración local, con subidos tintes segregacionistas, denunció el “repugnante aspecto de suciedad e indigencia” causado por el amontonamiento, sobre todo de gente de color, en detrimento y molestia del “resto del vecindario”.
Los remedios recomendados eran dos: “el uno de fácil e inmediata ejecución, aunque sometido a la prudencia, es eliminar la población que nada representa en la Capital, que solo perjuicios le originan; el segundo, digno de más detenido examen y más difícil en su aplicación… [por la falta de espacios] es el aumento de construcciones”.
Es decir, el Consejo insular achacaba el repulsivo panorama del hacinamiento a los pobres, por lo que había que empujarlos fuera del cerco murado hacia Puerta de Tierra y Santurce. Muchos salieron, pero otros pudieron educarse, alcanzaron cierto bienestar económico permanecieron como propietarios en calles céntricas de la urbe. El contratista negro Julián Pagani, cuyas talentosas hijas dominaban el canto e instrumentos musicales, celebraba animadas veladas en su casa, con cena y baile, a las que asistían jóvenes blancos. José Celso Barbosa ejerció la medicina, alcanzó el liderato político, fue promotor del cooperativismo y debatiente en la prensa, admirado por unos y minusvalorado e injuriado por otros. El intelectual Arturo Alfonso Schomburg llegó niño a San Juan en 1872 procedente de Saint Thomas, estudió en el Colegio de Párvulos, fue tipógrafo y publicó artículos en La Correspondencia en 1891 antes de marcharse a Nueva York ese mismo año, cuando todavía era un adolescente de 17.

Las biografías de estos y otros afrodescendientes magníficos demuestran sus logros, pero también las complicaciones y el detente que la etnia significó en sus vidas y el lugar que les asignó a ellos y a sus familias en el escalafón social. Sus ascensos fueron siempre hasta cierto límite y ellos combatieron ese racismo con las armas a su alcance. Enríquez lo enfrentó imponiéndose sobre las actividades contrabandistas de la elite. Ante la calidad de los retratos de Campeche, los privilegiados se avinieron a posar para él. Barbosa, sin bajar cabeza, sobrellevó el prejuicio de los jesuitas para poder educarse en el Seminario Conciliar y defendió su raza en el periódico El Tiempo, cuando creyeron insultarle llamándole negro. Schomburg alcanzó sus metas en la diáspora.
El prejuicio racista heredado de tiempos de la esclavitud se manifiesta hoy en un abanico de actitudes, gestos, palabras y acciones con múltiples disfraces. La dureza de los testimonios racistas en Estados Unidos, por ejemplo, choca con los nuestros porque acá se muestran de otra manera. Pero los encontramos a diario en el menosprecio, la subvaloración, el hostigamiento y la limitación de oportunidades educativas, de empleo, de ascenso social, de tener mejor calidad de vida que mantienen a un sector de los afrodescendientes puertorriqueños en los márgenes de la pobreza.
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