Vidas esclavizadas, archivo y violencia: la historia de Ana (Puerto Rico, 1670)

María del Carmen Baerga

Dibujo en las mazmorras del fuerte San Cristóbal

Las lógicas que contornean las sociedades esclavistas penetran de forma contundente la producción y conservación de los rastros del pasado. Se trata de maniobras que minimizan e invisibilizan las vidas “otras”, de suerte que un determinado “orden” emerja.

Este escrito se centra en un personaje secundario dentro de una trama marginal tanto para el archivo como para la historiografía puertorriqueños. Para comenzar, no es mucho lo que custodia el archivo sobre las vidas esclavizadas. Las lógicas que contornean las sociedades esclavistas penetran de forma contundente la producción y conservación de los rastros del pasado. Se trata de maniobras que minimizan e invisibilizan las vidas “otras”, de suerte que un determinado “orden” emerja.  Ocasionalmente surgen nombres, marcas corporales, rasgos físicos, castigos y otras violencias; es decir, imágenes que iluminan fragmentos de lo que, sin duda, fueron vidas complejas. Trama marginal, además, porque asuntos que tienen que ver con episodios minúsculos de la vida cotidiana no ofrecen el tipo de fibra que teje lo que se ha considerado como las grandes y legitimadas narrativas históricas.

Los rastros documentales nombran la vida esclavizada que me ocupa bajo el nombre de Ana. Ana a secas: “esclava”, cocinera del gobernador Jerónimo de Velasco y de alrededor de 36 años. Es todo lo que sabemos de ella. Su espectro emerge en un caso criminal en torno a unos soldados españoles que en 1670 son acusados de practicar la sodomía en los predios de la Fortaleza, lugar en el que estaban destacados. 

El choque de Ana con el poder fijó ciertos destellos documentales que me han permitido atisbar aspectos que evidencian una vida con un alto contenido de violencia. ¿Qué hacer con esos registros atroces? ¿Cómo incorporarlos a una narrativa histórica sin cometer otro acto de violencia? Después de todo, en los cientos de folios que componen el caso criminal y, a pesar de que su nombre es mencionado casi doscientas veces, en un sentido estricto, Ana habla muy poco. Sus expresiones se limitan mayormente a describir lo que presenció entre Pedro González y Cristóbal Fontanilla, dos de los acusados. Desde este punto de vista, su subjetividad –la forma en que ella se pensaba a sí misma, a los otros y a su entorno– está perdida junto a otros tantos aspectos de su vida y de las vidas de los miles de esclavizados y esclavizadas. ¿No se corre el riesgo aquí, entonces, de recrear un catálogo de crueldades? ¿Por qué abrir esa tumba de papel? 

Me pregunto, sin embargo, si finalmente no sería un deservicio a los espectros feminizados y esclavizados que pueblan los márgenes de la historia el seguir invisibilizando a Ana. Por ello me obligué a forzar los límites del archivo mediante un acercamiento crítico que, dentro de lo posible, me permitiera extraer esa vida del olvido a partir de la tensión que se produce en la narrativa histórica misma ante el reconocimiento de la imposibilidad de su representación.  Más aún, el inventario de violencias movilizados por mi acto puede ayudarnos a problematizar nuestro conocimiento del pasado y a impugnar las representaciones de la “esclavitud benigna” que se han elaborado en una buena parte de la historiografía.

Luis Paret y Alcázar, "Esclava de Puerto Rico" (finales de siglo XVIII)

… el testimonio de los esclavizados en aquel entonces, y por ley, adquiría condición de verdad solo bajo tortura. Y es así como Ana es convocada a declarar ante las autoridades de la ciudad.

Jacob van Meurs, "Vista de Puerto Rico desde barco holandés con la Fortaleza" (c. 1671)

La historia de Ana que custodia el archivo comienza una mañana del mes de febrero de 1670, cuando se desplaza hacia la despensa de la Fortaleza en busca de unas especias que necesitaba para realizar su trabajo. Al llegar allí, encontró la puerta de la escalera abierta y entró buscando a Pedro González, soldado encargado de la despensa. Procedió a subir a la pieza alta, y… “entrando la cabeza vio que el dicho Pedro González estaba sobre un hombre [,] lo vio cometiendo el pecado de sodomía…”. El hombre que se hallaba bajo Pedro – aseguraba ella– era Cristóbal Fontanilla, otro soldado del presidio de Puerto Rico. Espantada por la escena que había acabado de presenciar bajó apresuradamente las escaleras y se sentó a llorar en el comedor cubriendo su cara con las manos, en donde varias personas la vieron y le preguntaron por qué lloraba.

Pedro González, al descubrir que Ana había difundido su alegado acto de sodomía con Cristóbal entre varios soldados –por lo cual ambos andaban en boca de todo el mundo– trató de castigarla violentamente. Cuenta Ana que unos días antes de ser convocada a testificar, Pedro se había presentado en la cocina donde laboraba y que la llamó para que saliera. Lo encontró con el rostro descompuesto por el coraje y blandiendo un leño. Al percatarse de que iba a atacarla, se echó a correr y se tiró desde una de las murallas para escapar de su violencia, lastimándose seriamente uno de sus pies.

A pesar de su condición de esclavizada, Ana prueba ser una adversaria avispada y difícil de controlar. Ello obliga a Pedro a desplegar su privilegio como español y militar. Envalentonado, acude a las autoridades para querellarse criminalmente en contra de ella. Solicita que la emplacen a fin de que sostenga bajo juramento lo que había estado murmurando en privado, sabiendo que el testimonio de los esclavizados en aquel entonces, y por ley, adquiría condición de verdad solo bajo tortura. Y es así como Ana es convocada a declarar ante las autoridades de la ciudad.

Si bien el relato de Ana abre una investigación criminal en contra de los soldados involucrados, una vez terminado su testimonio, el encargado del proceso manda a apresar a Ana y ordena que no se le permita interactuar con otras personas. Pasados tres días de su encarcelamiento, el alcalde ordinario de San Juan, a cargo del proceso, solicita la autorización del gobernador para someterla a tortura, ya que “conforme a derecho” debía purgar “en tormento la vileza de la esclavitud”. Al día siguiente el gobernador lo autoriza “por ser la causa tan grave” y por ser necesario “compurgar (sic) el vicio de la esclavitud”. 

A Ana se le castiga por poseer una “naturaleza” que se asociaba con el pecado y la infidelidad; por ser de una calaña diferente e inferior. Así se racializaba a los descendientes de africanos en esa época.

Desde la óptica actual es difícil comprender por qué aplicarle tortura a una persona que era una simple testigo, no la acusada. No obstante, su condición de esclava la convertía en lo que en ese tiempo se denominaba como “testigo vil”. Según la legislación criminal de la época, este tipo de testigo debía ser sometido al potro de los tormentos para “salvar el defecto que por … naturaleza” tenían. Es decir, que su testimonio no valía hasta que sus defectos “naturales” fueran purgados mediante el suplicio.

Potro de tortura (Museo de la Tortura, Toledo)

Se menciona que la colocan en el potro “en la forma acostumbrada”, la cual, según los registros de la época, era desnuda. Una vez allí, le dan una vuelta a la clavija por el brazo derecho, le toman su juramento y le leen la declaración anteriormente presentada por ella ante las autoridades y le cuestionan sobre lo que alega haber presenciado. Ana demuestra comprender los pormenores de la ceremonia en la que se hallaba, ya que responde de forma similar a otros testimonios de la época recogidos mediante el uso de la tortura, en los cuales de ordinario se invocaba a Jesucristo, a la Virgen o a algún otro santo patrón de la iglesia para apoyar lo declarado y poner de manifiesto que la persona torturada era cristiana y decente. 

Del expediente se desprende que el alcalde ordena alrededor de cuatro vueltas y media de la clavija y que Ana se sostiene, a pesar del dolor, invocando a Jesús, a María y a José, y jurando que había visto lo que se expresaba en su declaración a las autoridades. El sufrimiento, los gritos, los gemidos, así como la invocación religiosa conforman una ceremonia que combinaba la producción de la verdad con la imposición de un castigo. En el caso de los acusados, su culpabilidad se hila poco a poco mediante la acumulación de pruebas. Esto involucraba a su vez una gradación de castigos. 

A Ana se le castiga por poseer una “naturaleza” que se asociaba con el pecado y la infidelidad; por ser de una calaña diferente e inferior. Así se racializaba a los descendientes de africanos en esa época.  A Ana se le castiga, aún más, por entrar en conflicto con Pedro González, hombre español y militar, lo que involucra un claro desafío a su autoridad estamental y racial. También por figurar como un personaje central en las redes de chisme que tejían relaciones de cercanía entre esclavas y soldados españoles, en las cuales se hablaba profusamente de aquello que no debía ser nombrado. Después de todo, en la época, a la sodomía se le conocía como el pecado nefando; es decir, una falta contra Dios tan infame que era absolutamente indigna de nombrar. Por último, Ana circulaba en los diagramas de poder de los espacios marginales de la casa del gobernador y no lo hizo de forma pasiva. 

Pero en esta historia aparece otra dimensión: los niveles en apariencia banales, cotidianos, de las relaciones (y pugnas) de poder. Pedro González se desempeñaba como despensero en la Fortaleza. Desde allí dispensaba golosinas y otras provisiones a sus aliados. Desde ese punto de vista, Pedro se consideraba dueño y señor de la despensa, así como de las dependencias relacionadas como, por ejemplo, la cocina. Con lo que quizás no contó Pedro era con que le surgiera competencia. Y esta proviene, nada más y nada menos, que de Ana.

Según algunos de los testimonios, Pedro y Ana eran “enemigos capitales”, ya que esta última repartía libremente alimentos de la cocina de la casa del gobernador a sus amistades. 

"San Juan de Puerto Rico á finales del siglo XVI". Dibujo de Cayetano Coll y Toste, 1897

Varios testigos alegan haber visto a Ana suministrando comestibles a esclavas y soldados a través de la ventana de la cocina. Es decir, que mientras que el placer de Pedro era ser dueño y señor de los espacios marginales de la Fortaleza, Ana socavaba su autoridad emulando las prácticas de las que Pedro se valía para establecer su jerarquía. Más aún, varios trabajos han documentado cómo en el Puerto Rico del siglo XVII existía un mercado ilegal de carnes, administrado por esclavos, esclavas, libertos y libertas.  Hay una buena probabilidad de que las carnes y otras provisiones que Ana despachaba por la ventana de la cocina fuesen parte de esos circuitos ilegales que involucraban -aunque de forma diferenciada- a personajes de todos los ámbitos de la sociedad colonial.

Centrar el análisis en una resistencia de carácter abstracto suprime el entorno jerárquico y violento en que estas mujeres habitaban así como las formas históricamente específicas en que estas conexiones toman lugar.

Algunos de los testimonios revelan que Ana salía a la calle tanto de noche como de día y que Pedro la reprendía. No obstante, Ana desafiaba constantemente esta pretensión de Pedro, lo que creaba roces continuos entre ambos. Además, varias personas testifican que Ana sostenía una relación “ilícita” con un soldado español de nombre Joseph de Albilla. Pedro los delata al gobernador y ambos son amonestados. Por último, los testimonios recogidos en el caso narran un episodio en el que Ana se había visto involucrada anteriormente. Se trata de una instancia en la que se acusa a un esclavo de robar una cantidad ínfima de dinero de la casa del gobernador, y que aparentemente Ana le intercambia. Como usualmente hacía, Pedro acusa al esclavo y a Ana ante el gobernador y ambos son castigados. A Ana no solo la despojan de la cantidad que intercambió, sino que le dan 200 azotes.

Tales testimonios configuran unos diagramas de poder en los cuales Ana aparece participando activamente. Resulta difícil resistir la tentación de leer sus acciones como manifestaciones de “la búsqueda de libertad”, aspiración que desde el discurso liberal decimonónico se concibe como parte de la condición humana. No obstante, pensar la resistencia en estos términos suprime el hecho de que una vez “liberadas”, estas mujeres tenían que seguir viviendo en la misma sociedad que las había concebido y que las trataba como de calaña inferior.  No hay que olvidar que las conexiones de carácter sexual o de otra índole que tanto Ana -como otras esclavas- establecen con los soldados españoles y entre ellas mismas, toman lugar dentro del marco de dominación y violencia que caracterizaba a la sociedad esclavista de la época. Centrar el análisis en una resistencia de carácter abstracto suprime el entorno jerárquico y violento en que estas mujeres habitaban así como las formas históricamente específicas en que estas conexiones toman lugar. La mirada historiográfica no puede disociar los testimonios que representan a Ana como un ente con una relativa autonomía, del contexto de crueldad y violencia que también se atisba en la misma documentación. 

Evidentemente, Ana sale harto vilipendiada de estos episodios. Como ya hemos visto, la documentación examinada registra numerosos incidentes violentos, que sobrepasan por mucho el furor de su amo. En la misma se observa la violencia ejercida en contra de ella por Pedro, como en el episodio del leño y la escapada que redunda en un pie lastimado o como cuando trata de restringir sus movimientos. De igual manera, se pueden observar maniobras de intimidación, como cuando Pedro la acusa criminalmente por difamación. Esta denuncia desata otra oleada de violencia sobre Ana, que añade nuevas capas de crueldad, esta vez por parte del Estado. Como ya se vio, Ana fue interrogada, encarcelada, desnudada y torturada.

Por otra parte, es importante utilizar estrategias analíticas que permitan comprender los rastros de la vida de Ana, no como producto de nociones abstractas, como por ejemplo crueldad extrema o pasión de libertad, sino dentro del contexto de las relaciones de poder que la produjeron y que, a la vez, crearon las condiciones dentro de las cuales pudo resistir y, quien sabe, si hasta transformar aspectos centrales de su existencia. La última vez que su nombre apareció en el proceso criminal en contra de los soldados españoles acusados de sodomía fue para dictaminar su encarcelamiento indefinido hasta que se resolviera el caso. ¿Navegó Ana exitosamente las relaciones de poder que enfrentó durante su estadía en la cárcel? ¿Llegó a salir de allí? ¿Cómo vivió el resto de su vida? Todas estas son preguntas para las cuales los documentos no brindan respuestas. Lo que sí puedo afirmar con seguridad es que el espectro de Ana, así como los de otros esclavizados y esclavizadas que habitan los márgenes del archivo nos obligan a cuestionarnos las concepciones heredadas de nuestro pasado y ponen de manifiesto los confines de nuestro propio pensamiento.

(El caso se encuentra en: Archivo General de Indias, Escribanía, 119C, Pleitos de Puerto Rico, 1675, El fiscal con Pedro González, Cristóbal Fontanilla y Francisco de Vitoria, soldados del Presidio de Puerto Rico sobre haber cometido pecado nefando. Fenecido en 1678. 1 pieza.)

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