Género y racialización en la ensayística puertorriqueña
Malena Rodríguez Castro
Deyaneira Maldonado, Machuca II, 2022 [Detalle]
…mira hacia atrás, y mira a todas partes.
yo miro,
…mirándome las uñas
y rebuscando esta pequeña historia
por dentro de mis ojos diminutos
descubro la partícula gigante
donde habito.
Angelamaría Dávila
Ausentadas
Dos ensayos cimentan el debate racial en el Puerto Rico del siglo XX: El prejuicio racial en Puerto Rico de Tomás Blanco (Biblioteca de Autores Puertorriqueños, 1942) y Narciso descubre su trasero: el negro en la cultura puertorriqueña de Isabelo Zenón (Furidi, 1974) [1]. Ato mi lectura al énfasis hecho por Arcadio Díaz Quiñones en La memoria rota al lugar en que un sujeto (o una comunidad) es capaz de ejercer la palabra. ¿Quién puede tomarla? ¿Cuándo? ¿Quién o qué institución la legitima? ¿Cómo politizarla?
Para Blanco, el lugar y el momento son la década del treinta y la progresiva profesionalización de los intelectuales. Para Zenón son el cambio de saberes y propuestas que reorganizaron los debates en la década del setenta [2]. Blanco (1896-1975), nacido entre imperios, de padre español y madre puertorriqueña, hace un doctorado en Medicina en Washington (profesión que no ejerció dedicándose a la historia y a la literatura). Zenón (1939-2002), nacido en Humacao de familia negra y humilde, se ubica en el umbral de una modernidad cifrada en el desarrollismo populista, la institucionalización del culturalismo nacionalista y el ingreso de una nueva demografía a los estudios universitarios. Zenón se doctoró en Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico y fue catedrático en la Facultad de Estudios Generales. Ya, entonces, el ensayo de Tomás Blanco era un clásico mientras que Narciso, rechazado como tesis de maestría por no cumplir con los protocolos normativos de una investigación académica, se publicó en la pequeña editorial Furidi de su pueblo natal y no ha sido reeditado.
En El prejuicio Blanco destaca el proceso deductivo de ordenación y análisis de los “pocos” materiales accesibles de un tema que considera “casi virgen”, por lo que “la generalidad de sus conclusiones” pueden rayar en “interpretación personal”. Piensa en sus lectores como parte de la “clase media”, que comprende casi todo lo que no es proletariado. Esta clase, “aunque no es la más numerosa es la que da el tono general en el país” (103) [3].
Para Blanco, la cultura institucional y la cultura espiritual de la hispanidad católica auspició la fraternización del presente en marcada diferencia con la crueldad salvaje de los Estados Unidos. Así, amplía el tropo treintista de la gran familia puertorriqueña a través de la conciliación racial, en la cual siglos de mestizaje, dominados por la cultura occidental y la benevolencia del régimen español, redujeron el prejuicio racial a una “modalidad leve y casi exclusivamente social”, a un asunto de “ñoñerías” o al malestar del negro que quiere pasar por blanco o del señorito melindre.
Leer ambas propuestas de conjunto, la de Blanco y la de Zenón, magnifica el riesgo y la pertinencia de sus pronunciamientos. También, sus silencios y eufemismos. Entre ellos, la representación de la mujer negra.
Semejante a Blanco, el texto de Zenón también se dirige a sus contemporáneos, particularmente a los puertorriqueños negros [4]. Pero si el del primero es breve y puntual, en Zenón –en su escritura– se advierte la urgencia de rescatar un archivo de la presencia y contribución del negro a la formación nacional. El texto alterna y yuxtapone la data y lo autobiográfico, la denuncia y la rectificación –de la cual ni Palés Matos queda inmune. Ajusta el catálogo de fuentes y evidencias que van desde una antropología interdisciplinaria de la cultura y la historia hasta aspectos de fisionomía y de las creencias, sentidos, sentimientos y presentimientos que distinguen al Caribe.
Zenón armó su retórica como un campo de batalla, con un arsenal afectado por su propia experiencia que se extiende, sin tregua, a dos tomos. El peso de la cultura negra, obliterado por la esclavitud y el colonialismo, es aquí contrapeso del hispanismo, el indigenismo y el jibarismo. La tibia bandera blanca conciliatoria de Blanco se empaña desde el título, y sus primeras palabras consienten el tono parejero del “nuevo Narciso” cuyo desafío parodia tanto la mitología occidental como los refranes que cristalizan el prejuicio racial. Razonar y actuar autorizan la condición humana, poseer un alma que participe de lo universal y que asuma su legado racial. De ahí su esmero por desplegar los atributos positivos racionales y espirituales del negro y de advertir la trampa retórica, y prejuiciada, que opone el negro caoba al blanco yagrumo, reduciéndolos a “negros feos y alma noble” mediante la dudosa polaridad entre la exterioridad del cuerpo y la interioridad subjetiva (Tomo II, 70-75). La poesía es, además, el género que sustenta su palabra. En ella, en su expresividad lingüística y simbólica, se cifra tanto el prejuicio falaz como la sensibilidad de y hacia el negro.

Leer ambas propuestas de conjunto, la de Blanco y la de Zenón, magnifica el riesgo y la pertinencia de sus pronunciamientos. También, sus silencios y eufemismos. Entre ellos, la representación de la mujer negra. En El prejuicio racial la blanca apenas se menciona, excepto como susceptible al prejuicio en tanto reducida al cotilleo y a las tareas menores de la casa, tapiada a la escena social. Mientras, la negra y la mulata se reducen a la “negrita de buen ver” y a “la Venus de ébano” que distraen la moral ciudadana con los reclamos de la carne. La manipulación del pasado limpia una historia de la desubjetivación del negro como cuerpo-mercancía sujeto a la trata negrera, despojado de su humanidad, negado en la partición de derechos, orillado a la libreta de jornales o a las filas del proletariado y con mínimo acceso a los empleos y escenarios primados en el presente. Tal condescendencia se revela en el lenguaje paternalista: el pronombre posesivo lo traiciona y trasunta la desigualdad.
En el “nosotros” de la casa familiar, los negros y mulatos siguen siendo propiedad, se sigue hablando por ellos, no desde ellos ni para ellos: son “nuestros negros”, “nuestra gente de color”, “nuestro colectivo negrada”. Infantilizados, indiferenciados, mirándose en el espejo abyecto del amo (como escribiera Frantz Fanon), el sustantivo “negro” pasa a ser “negrito”, cariño mimoso. No fue así la tortura, explotación y violación de las esclavas, la venta de sus hijos o su condena a ser madres de leche, negando a sus crías lo que se secuestraba para los hijos del amo. Ni la posterior asignación, a ellas y a sus descendientes, de nodrizas, curanderas, criadas, amantes y prostitutas, de yales y arrabaleras, figuras extremas de precariedad y sobrevivencia de la omisión y la violencia generalizada de nuestra cultura.
Para Baerga, la raza no es un dado inmutable, una costura fisiológica. Tampoco hay un solo proceso de racialización ni fórmulas estables de reacomodo y reinterpretación de categorías nominativas como clase o identidad nacional.
En Narciso descubre su trasero no hay un renglón sobre la mujer negra. En el primer tomo, la negra se asocia a la religión como practicante y portadora de creencias y ritos endeudados con la herencia africana, así como en los registros bautismales y matrimoniales. La fulguración de sus cuerpos – rechazo y atracción – no aparece como tal hasta el segundo tomo y en tanto suplemento del nuevo Narciso devuelto en sinécdoques: piel, pelo, nariz, labios, nalgas y caderas y olor, el sentido más desconfiable de la cultura occidental. De acuerdo con Zenón, el olor delata la doble negatividad que porta la negra para el blanco: su cercanía a una bestialidad animal y su excesiva sexualización: “Para valer más que una blanca, necesita cualidades extrañas al color y la morfología como es la ‘simpatía’ que depende del carácter” (Tomo II, 89). Importa agregar salud, belleza e inteligencia al cuerpo negro y forjar un archivo alterno de su cultura e historia como digno cimiento y representante de la búsqueda de un alma nacional, una tarea de restitución crítica y afectiva distante del “cariño mimoso” de Blanco.
Lo cierto es, que, a pesar de la ausencia de especificidad de la mujer negra en Narciso, la misma está presente a través de autoras, sobre todo en su amplio repertorio de poesía popular o como tópico. Este repertorio lo presenta como “corrección” a dos ensayistas que dominan la crítica en el siglo XX: Margot Arce y María Teresa Babín. Para Zenón el gesto inclusivo de ambas se contradice al reproducir, veladamente, el prejuicio racial de la élite letrada patriarcal.
Impertinentes
Aunque disidentes, los ensayos de Blanco y Zenón comparten una trama: enmascarar o desenmascarar el prejuicio racial en propuestas de una puertorriqueñidad orgánica que reivindicaría las cicatrices supurantes de la esclavitud y la abolición. Son ya referentes obligados en la creación y la investigación en el siglo XXI. Sin embargo, los deslindes de la ensayística actual se asientan en un campo diferencial, enfatizando las tachaduras y subordinaciones de la anterior.
Aíslo tres libros de una bibliografía cada vez mayor: de la historiadora María del Carmen Baerga, Negociaciones de sangre: dinámicas racializantes en el Puerto Rico decimonónico (Ediciones Iberoamericana Vervuet / Callejón, 2015); de la crítica Zaira Rivera, Bajo la sombra del texto. La crítica y el silencio en el discurso racial en Puerto Rico (Editorial Terranova, 2016) y de la narradora Marta Aponte, PR 3 Aguirre (Sopa de Letras, 2018). Como la piel que precede a la carne, sus portadas son umbral interpretativo en el que las ausentadas regresan, hacen bulto, y me dan pie para la reflexión.

El óleo Dama a caballo de José Campeche (1785) captura la mirada en el estudio de María del Carmen Baerga, Negociaciones. La pose que evidencia el señorío privilegiado de una criolla blanca a finales del siglo XVIII. En tonos mediterráneos, discreto el cuerpo en los atavíos que lo abarcan, desde el sombrero a los botines, su esbelta figura se completa en la elegancia del paso fino del corcel y en el descanso del fuete que subraya su dominio. Sin perturbarse, ambos, ama y bestia, miran frontalmente al espectador con el aplomo y licencia otorgados por la emergente sociedad criolla. Baerga, sin embargo, no concede el protagonismo al cuadro de Campeche. El mismo se esquina en el diagrama, retado por el título que anuncia las negociaciones de sangre y condición que desmontan el pacto biológico y esencialista sobre el cual se acreditaron los procesos de racialización en las colonias peninsulares de Ultramar.
Para Baerga, la raza no es un dado inmutable, una costura fisiológica. Tampoco hay un solo proceso de racialización ni fórmulas estables de reacomodo y reinterpretación de categorías nominativas como clase o identidad nacional. Afín a los debates de la teoría decolonial, se trata de “…un espacio contencioso en el cual individuos y grupos sociales lucharon, negociaron y transaron identidades raciales” (34). De ahí la pertinencia de una contrahistoria plural y polémica que dé cuenta de las variables en que calidad y pureza relativizaron grados de mulataje y mestizaje en intercambios de sociabilidad e intersubjetividad, como fueron los matrimonios y otras alianzas de sexo y sangre midiendo legitimidades.
Sus fuentes no son la sutil esfera de la opinión o la poesía, si no documentos fácticos: actas bautismales, de matrimonio, de herencia y, sobre todo, juicios de disenso. Los cuerpos saludables –limpiados, sin mácula- son, en esta trama de negociaciones, los viables del buen legado: del nombre, de los bienes, de la reputación. El de la mujer, el más preciado, en tanto portadora de la calidad de sangre y de conductas privadas y públicas intachables, garantías de alianzas de blanqueamiento.
El bodegón tropical al que invita Zaira Rivera deviene otro: incorporada la pulpa dura, la semilla ingesta, la espina incrustada, así como el gesto insolente de quien hace suya la cosecha ajena. Raza, género, clase y cultura son sus aderezos en homenaje a la mesa del convite anticipado por Zenón …

No hay pretensiones de sobria armonía en el diseño de portada de Samuel Lind en Bajo la sombra del texto de Zaira Rivera Casellas. Todo lo contrario. Es una estética de la desmesura que, a primer ojo, convoca los atributos de la mujer negra que Zenón disputa en su ensayo. Sin recato, los pechos desnudos desbordan el ajuste geométrico de la figura en la promesa de un bodegón tropical que se ofrece, como manjar, en el cuerpo abundante. Pero, es en ese exceso que se trasvasa la iconografía del deseo por la “Venus de ébano”. El desenfoque de la imagen, la caída y el recorte de las frutas y la tensión de los brazos en alzada desfiguran el torso vuelto cuchilla cruzada. En el rostro, la intensidad del gesto se desatiende del conjunto y reclama otro lugar: más allá del cuadro costumbrista, más acá de la sombra del texto. En efecto, su desafío inteligente, recortado del resto y terco en su mirar sesgado, encabeza los ensayos preguntándose sobre el discurso racial en Puerto Rico en textos escritos por, o sobre, mujeres. El bodegón tropical al que invita Zaira Rivera deviene otro: incorporada la pulpa dura, la semilla ingesta, la espina incrustada, así como el gesto insolente de quien hace suya la cosecha ajena. Raza, género, clase y cultura son sus aderezos en homenaje a la mesa del convite anticipado por Zenón, tema de su primer ensayo.
Ese cuerpo merece un corpus crítico que implosione los marcos de un estrecho y disperso archivo al canibalizar textos canónicos y marginales y enfoques teóricos diversos. La potencia de la negritud y sus retos a la masculinidad en Tuntún de pasa y grifería de Palés Matos, Narciso descubre su trasero de Isabelo Zenón, Usmaíl de Pedro Juan Soto y La renuncia del héroe Baltasar de Edgardo Rodríguez Juliá se urden entre sordas escaramuzas y dramáticos efectos en la representación y conflictos entre criollas, mulatas y negras.
Decolonizar la racialización del género, así como a su largo y prolífico linaje, supone un ejercicio crítico que sortee sus controversias desde otro tablero y reglas de juego, desde otras enunciaciones: en sus fisuras y líneas de fuga, en las poéticas negras silenciadas de Carmen Colón Pellot, Beatriz Berrocal, Yolanda Arroyo Pizarro y Mayra Santos Febres. El delirio romántico y las alianzas matrimoniales como cimentación del pacto nacional, que atendiera Baerga desde la ley, encuentran las fronteras de su irresolución en la imposibilidad de lo justo en el estrecho marco insular colonial. La escritura autoficcional de mujeres afrodescendientes articula otra genealogía en la cual el ruido de la mulata no puede enquistarse en las estrategias de silencio y pulcritud, de domesticación, que autorizan la lengua del amo. El solipsismo asociado a la autobiografía y otras escrituras del yo se descompone en el grito colectivo de la demanda de aquella sobre la cual se ha cometido una injusticia. El grito o el gemido, contracciones del cuerpo en la voz, connotan un daño, una falta o un olvido, una llamada al reconocimiento de una subjetividad singular y comunal. El traslado del grito a la palabra y a la escritura quiebra el circuito amo/esclavo. El habla desnuda la piel de los signos adjudicados por el blanco para inscribir los suyos como acto ético y político de un sujeto que se posiciona en amor y libertad de sí.
… se pregunta Aponte cómo rastrear las huellas de las esclavas y sus descendientes, de las cuenteras, de las madres de leche. ¿Cómo descifrar los ecos y murmullos de su cultura material en los restos que trae el mar o en las ruinas de las centrales? ¿Cómo rencontrarlas que no sea entrelíneas u orilladas en la fraterna cultura, sino en la guerra por la memoria, por la sobrevivencia en la cotidianidad y en la esfera pública? ¿Cómo legitimar sus relatos?

Nadie mira en la portada de PR 3 Aguirre de Marta Aponte Alsina (Sopa de Letras, 2018). Solo se insinúan rostros vedados y sudorosos en la inclinación a la que obliga el trabajo del cañaveral en aquella tierra madrastra, seca y estéril, de la cual escribió Palés Matos. Y es que, si hay un solar patriarcal por excelencia en estas islas del mar, ninguno como la hacienda y la central de capital criollo o extranjero. La foto “Trabajadoras en el cañaveral, c.1899” se yuxtapone en la portada con la de Frank Vélez que muestra el exquisito encaje de un ventanal cuyo interior apenas sería entrevisto por las dos negras de la foto de fondo. Pero el bordado artesanal, hechura de blancas manos acicaladas, no borra la memoria de que ese mundo solo fue posible por las manos callosas y el estruendo de las máquinas procesadoras, una simbiosis anudada en el tono sepia de la portada. Entre ambas negras, la silueta del espantapájaros, paja investida de humano, insiste sobre lo siniestro que se cierne en estas vidas precarias y descartables en la lógica trituradora del capital económico y simbólico. Sin embargo, son esas sombras las que anima Aponte Alsina en “Las islas”, segunda parte de Aguirre.
Delegadas en el testimonio de testigos ficcionales o de sobrevivientes entrevistados, las negras del litoral del sur cuentan relatos de fundaciones, sobrevivencias, batallas y legados.
En el traspaso de un imperio a otro, c.1899, la condición colonial -inscrita en la continuidad del régimen de trabajo servil y la racialización- no implicó una diferencia radical para las condenadas de la tierra. Así, se pregunta Aponte cómo rastrear las huellas de las esclavas y sus descendientes, de las cuenteras, de las madres de leche [5]. ¿Cómo descifrar los ecos y murmullos de su cultura material en los restos que trae el mar o en las ruinas de las centrales? ¿Cómo rencontrarlas que no sea entrelíneas u orilladas en la fraterna cultura, sino en la guerra por la memoria, por la sobrevivencia en la cotidianidad y en la esfera pública? ¿Cómo legitimar sus relatos? Aponte urde una trama que presiente lo que ha arrastrado el mar a tierra firme por siglos, en los restos de cadáveres desechados de los buques esclavistas, escarbando cuerpos insepultos y revividos en “… la abundancia de caracolitos, estrellas de mar, erizos blanqueados, esqueletos de crustáceos, esqueletos de pájaros, en fin, la reseca asombrosa de sus playas…” (178). Sembrada de huesos, yacen en la franja arenosa del litoral trazos cifrados de lo que se extinguió o sobrevivió. En ella, el Caribe es una experiencia milenaria compartida de diáspora, asentamiento y adaptación que estremece la amnesia de una memoria cultural olvidadiza de la creatividad de la hibridación, el mestizaje y la creolización.
La otra cara de la versión colonial de Blanco, de la historia del conflicto racial en Puerto Rico, es la de sus descendientes de esclavos, cimarrones y mujeres parejeras quienes, en barracas y comunidades aisladas de barrios y manglares, cultivaron otros saberes y resistencias tramando actos justicieros al margen de la ley blanca y occidental. Es en Guayama, la ciudad bruja, en la cual el espiritismo anglogermánico se funde con las creencias afroantillanas, que se convocan las cuenteras en la obra de Aponte Alsina. Y es entre melaza y salitre que se imantan fantasmas del Middle Passage con la negra educada que llevaba las cuentas de los amos y cuida la ruinosa casona de los benévolos ingleses de la central, y quien, tras el huracán María, solo le queda emigrar. Pronuncia la madre ancestral que inicia “Las islas”: “He enterrado unos cuantos, dicen. De los tres abrazados solo quedó uno para la muerte a plazos… Santería. He enterrado unos cuantos, dice, y no dice más” (177-178). Su sentencia es un eco que se extiende al presente a nombre de otras muertas en la travesía, la plantación, las centrales, la fábrica o en catástrofes como María y el Covid 19: “Siempre es posible sufrir más. Siempre es posible sufrir menos” (178). El recurso a la oralidad memoriosa contrasta con el libro de cuentas y de navegación del barco negrero, con las cifras y el dato frío, ensamblando en los lenguajes de lo residual lo que el fondo marino y las mareas ofrendan: visiones y diálogos con los que murieron antes de tiempo “…sin haber estrenado una muda de ropa, ni aprendido a manejar una azada, ni saber una palabra de la lengua de los cristianos” (177).
Importunan los ensayos de Baerga, Rivera y Aponte. El archivo ya no es el mismo. Se implosiona con contrahistorias y relatos alternos u olvidados.
El culto a Maelo –y Maelo mismo– ha asordinado el relato de la madre, descendiente en piel y temperamento de muchas mujeres puertorriqueñas que precedieron o se insertaron en la desigual modernidad del siglo XX, como fue su caso. Practicante de una economía de los cuidados – madre, trabajadora, curandera, comadrona, espiritista, líder comunitaria, cuentera, cantante y compositora –, Doña Margot escuchaba los cuerpos dolientes con el saber de quien escucha a sus espíritus y los sones y letras que se le aparecían en sueños o en las tareas domésticas.
Parejeras
Plural, multiforme, diferencial es la red de ensayos sobre género y racialización que he intentado esbozar. A continuación le sigo la pista en otras portadas intervenidas, en un nuevo contexto situacional y con otras demandas, y que ensanchan las que he examinado anteriormente, sin excluirlas. Las ensayistas de Las Propias (2018), La vida y la muerte ante el poder policíaco (2021) (ambas de Editora Educativa Emergente y diseño de portada de Nelson Vargas) y Colonial Debts (Duke University Press 2021, arte de BEMBA PR) son, respectivamente, Adriana Godreau Aubert, Marisol LeBron y Rocío Zambrana, formadas entre la academia y el activismo de la Huelga de la UPR del 2010 y el Verano del 19, la devastación social y natural, formas y lenguajes de otras expresiones culturales en las cuales lo virtual se factoriza y la certeza de que “Se acabaron las promesas” [6]. Con ellas cierro este recorrido sobre género y racialización en la ensayística puertorriqueña contemporánea.

En los tres textos la abolición y la esclavitud, las negociaciones coloniales y los procesos de racionalización son referentes, no vectores en las batallas del presente. En La vida y la muerte de Marisol LeBron destaca el rostro de una mujer negra, la única que no lleva pasamontaña, mientras mira retadora al espectador. La escena de la manifestación se sostiene sobre puños alzados en un crisol de pieles morenas contagiadas en el ardor de una protesta cuya gramática prescinde de la palabra, tanto de la elocuencia letrada como del manifiesto programático. Siglos de silencios y explotación la autorizan.

La portada de Las propias, de Ariadna Godreau Aubert, se traslada a otra escena. Una mesa recortada y una solitaria cuchara añaden a lo anterior un drama reiterado de privación y violencia doméstica e institucional punitivas de las mujeres, sobre todo de las negras y la comunidad LGBTTIQA+. Ser propias implica una apropiación cuya subjetividad no se someta a la dictada por el amo o del discurso criollo. Solicita acompañarse en el ejercicio de los derechos y la protesta. A fin de cuentas, de acuerdo a Godreau, la austeridad que representa la mesa reducida a sus mínimos elementos tiene dos componentes, lo colonial y la pobreza: “La crisis no la sufrimos todas por igual. La austeridad no nos hace iguales. En todo caso visibiliza que existen heridas y precariedades antiguas y actuales” que subsisten en las yales, arrabaleras y habitantes de los caseríos que no llegaron a la clase media ni a la educación formal. (17).
La portada de Colonial Debts, de Rocío Zambrana, mimetiza el montaje efímero y citacional de la performance, el graffiti y el collage. Desendeudadas son, también, sus protagonistas. De pronunciamientos anquilosados, de deudas fiscales, de la conducta decorosa firmada en los pactos de imperios y élites, de asignarse culpa o vergüenza de la condición colonial en los cuales las mujeres fueron, mayoritariamente, ausentadas. De nociones de femineidad o masculinidad que impiden el goce personal y la responsabilidad de la acción comunitaria, así como de la posibilidad de gestar una filosofía caribeña que canibalice el acto de pensar sin jerarquizar dónde ni cuándo.
Resta una escena que dejo a la imaginación: un encuentro entre Doña Margot (la otra Margot, la madre de Ismael Rivera) e Isabelo Zenón en clave de Máquinolandera.

En Se llamaba Doña Margot de César Colón Montijo (Editorial Educación Emergente, 2022) la foto de la madre de Maelo, el sonero mayor, ocupa el espacio de la portada (foto de José Rodríguez).En efecto, esta crónica aspira a restituir otra variante de la relación género y racialización, esta vez al interior mismo de la comunidad negra.
El culto a Maelo –y Maelo mismo– ha asordinado el relato de la madre, descendiente en piel y temperamento de muchas mujeres puertorriqueñas que precedieron o se insertaron en la desigual modernidad del siglo XX, como fue su caso.

Practicante de una economía de los cuidados – madre, trabajadora, curandera, comadrona, espiritista, líder comunitaria, cuentera, cantante y compositora, Doña Margot escuchaba los cuerpos dolientes con el saber de quien escucha a sus espíritus y los sones y letras que se le aparecían en sueños o en las tareas domésticas. Su reducción a los condicionamientos de clase no fueron, sin embargo, detentes al habla o al gesto impertinente y parejero de quien se presiente propia y desendeudada. Cierro este ensayo con la cita que recoge Montijo de Doña Margot y que expresa seguridad ante el hecho de que el hijo le robó la clave: “Mi clave está aquí, porque es mía. Tú me la copiaste” (22). En ella se cruzan los diversos hilos de este ensayo que convoca, en aquelarre, los silencios y las palabras de ausentadas, impertinentes y parejeras desde aquellas mujeres negras congas cuyas voces continúan reclamando su lugar en la historia hasta las que hoy marchan o se afanan en la diaria convivencia, negándose a ser consumidas en un ordenamiento que les roba su clave: una vida digna.
Notas
[1] La cuestión racial ha sido atendida críticamente por numerosos ensayistas, entre ellos Luis Palés Matos, Ángel Quintero, Lydia Milagros González, Benjamín Nistal, Andrés Ramos Mattei, José Curet, Ísar Godreau, Mayra Santos Febres, Eleuterio Santiago, Jossiana Arroyo y Yolanda Arroyo. Es el tema que atraviesa El país de cuatro pisos (1980) de José Luis González en tanto presenta a la población negra como estrata fundante de lo caribeño. Sobre El prejuicio racial, me endeudo con el estudio preliminar de Arcadio Díaz Quiñones en la reedición de 1985 del texto de Blanco.
La presencia de la cuestión racial en la creación literaria y en las artes plásticas ha sido constante, además.
[2] Subrayo la importancia del contexto en la recuperación, interpretación y defensa de memorias alternativas o emergentes. Al respecto, remito a la “Introducción” de Henry Louis Gates de Race, Writing and Difference y a Silencing the Past de Michel-Rolph Trouillot. Para Gates, no estamos fuera de la lengua imperial (el inglés para los afronorteamericanos), pero la raza, en tanto tropo de diferencia irreducible entre culturas, lenguas, mapa genético, creencias y sistemas económicos, comporta un diferencial que potencia a la voz negra con fines e inflexiones distintos. Así, por ejemplo, la lectura y escritura de esclavos retó los límites de la razón occidental mientras que, para ellos, fue llave de manumisión. Para Trouillot, la credibilidad histórica se trenza entre los hechos y sus contextos y su narrativa (fuentes y estrategias retóricas), en el modo en que un sujeto singular da cuenta o silencia, desde el presente, de un relato colectivo.
[3] Cito por la reedición de Ediciones Huracán (1985). Es notable el contraste metodológico entre El prejuicio y el Prontuario histórico de Puerto Rico (1935) con sus abundantes referencias estadísticas y científicas.
[4] Una aclaración: la adscripción “puertorriqueños negros” es contenciosa por sus múltiples referencias de afiliación: al estado nación, al Caribe o a una genealogía que alcanza al pasado africano. José Luis González usa afroantillano, y los estudios contemporáneos el de afrodescendientes. También es conflictivo el uso de mestizaje por mulataje. Las palabras importan.
[5] La madre de leche en tanto forma de explotación bio y necropolítica es un tema sin explorar en el contexto puertorriqueño. Marie Ramos identifica dos relatos en La mujer negra en la literatura puertorriqueña (Editorial UPR, 1999) sobre el tema. El primero, “La negrita y la vaquita”, aparece en la segunda reedición de El Gíbaro de Manuel Alonso (1882) en la competencia de cual daría más leche. El segundo es de José Luis González y se publicó en Asomante (1952). Un abuelo cuenta con la mayor naturalidad cómo durante su infancia, en una hacienda del siglo XIX, le llevaron una “nodriza” para amamantarlo: la negra Ceferina de la Cruz, cuyo hijo muere de hambre a los seis meses.
En América Latina, Mabel Moraña y Rita Segato han atendido el tema de las nodrizas, su importancia respecto a cuestiones de paternidad y maternidad en las comunidades negras y su influencia formativa en la sociedad criolla. Reparan en su función de transmisoras de otras lenguas y culturas y sus efectos en la configuración ideológica social, en la distinción y rivalidad desigual entre la madre legal y la de leche y entre el vínculo afectivo entre madre sustituta e infante, escindido en el prejuicio racial y la memoria de la separación de la propia cría. En otros casos, el efecto del rechazo y vergüenza de la leche de la negra incorporada al cuerpo del blanco, conduce a la misoginia o el prejuicio más pronunciado o, ante el reconocimiento del hurto del pecho, a una conciencia y gestión crítica. Pienso que fue el caso extremo de crueldad a la esclava y, luego, a las “nodrizas” negras y mulatas que recurrieron, por necesidad, a alquilarse tras la abolición. Posteriormente, emplear niñeras blancas cuya leche no estuviese contaminada por la sangre negra, sería un signo de prestigio social. Ver de Segato “El Edipo negro: colonialidad y forclusión de género y raza” en La crítica de la colonialidad en once ensayos (Prometeo, 2015). También, de Segato, La guerra contra las mujeres (Prometeo, 2021) y de Moraña, Pensar el cuerpo (Herder, 2021). Posteriormente, emplear niñeras blancas cuya leche no estuviese contaminada por la sangre negra, sería un signo de prestigio social.
[6] Sobre este tema ver de Malena Rodríguez Castro, Poéticas de la devastación y la insurgencia (Editorial Educación Emergente, 2022).