Mural de la Memoria | Violencias y solidaridades
Queríamos tomar el cielo
Juan Otero Garabís
el sueño se hace a mano y sin permiso
Silvio Rodríguez
Tras los revolucionarios años sesenta y setenta, a los ochenta parecía que se le agotaba la gasolina de la locomotora del futuro que reclamaba justicia social. La victoria Sandinista de 1979 en Nicaragua sería duramente atacada por el backlash de derecha lidereado por Ronald Reagan y el ex director de la CIA, George Bush. En Puerto Rico, el sangriento gobierno de Carlos Romero Barceló salió airoso, aunque por escaso margen, tras unas impugnadas elecciones, en las que la Alternativa Socialista resultó duramente golpeada. Aún así, y sin control del Senado, y posteriormente tampoco de la Cámara de Representantes, el gobierno PNP se sintió firme e impuso un aumento en los costos de matrícula sin respetar siquiera las débiles estructuras de la democracia universitaria.
Pero éramos jóvenes y los estudios universitarios eran nuestro presente y nuestro futuro. Recuperar la mística de lucha de las décadas anteriores había guiado el Congreso de la FUPI a comienzos de la década, como muestra de un extraño reconocimiento de que el empuje había decrecido. Las fuerzas políticas se reajustaban y se vio reflejado en la creación del Comité Universitario Contra el Alza Uniforme en la Matrícula y Pro Nueva Ley Universitaria, nutrido de un importante sector de no afiliados y fortalecido con dos organizaciones religiosas y cuyas reuniones se convirtieron en Asambleas Populares, casi diarias. Pero eso no lo sabíamos al comienzo. Éramos pocos cuando nos reunimos por primera vez en febrero de 1981 y no nos sentíamos con fuerza: había mucho por andar y poco tiempo.
Con altas y tropiezos comenzamos la marcha. Tras un fallido boicot al pago de las matrículas, sin permiso entramos en el Teatro para celebrar asambleas de estudiantes, cuya asistencia nos sorprendió y nos entusiasmó; tanto que las dos primeras nos llevaron a un Paro de cinco días y la tercera a una Huelga indefinida hasta que el Consejo de Educación Superior negociara nuestra propuesta de Matrícula Ajustada a los Ingresos. Entonces éramos muchos, miles —al menos dos mil llenaron el Teatro— y al son de “No nos pararán” marchábamos por toda la Universidad, salón por salón, para que los más tímidos se animaran, “porque este movimiento no da ni un paso atrás”. Algunos megáfonos, pocas pancartas, un carrito de compras y otro de hotdogs nos animaban y los panderos de Néstor O’Neill —dos de metal y uno de pvc, me dice Martín García— retomaron la tradición plenera de las protestas y transformaron el himno universitario en una plena contra el aumento en el costo de la vida: “¡Mierda es!”
Queríamos tomar el cielo por asalto y casi nos descocotamos. Digo casi, porque a pesar de que nos atropellaron con la Fuerza de Choque para dar un boleto de tránsito y no nos concedieron públicamente ni uno de nuestros reclamos —solo aceptaron una reunión cara a cara para luego violar lo acordado—y nos aplastaron con sanciones disciplinarias, nos tenían miedo.
Queríamos tomar el cielo por asalto y casi nos descocotamos. Digo casi, porque a pesar de que nos atropellaron con la Fuerza de Choque para dar un boleto de tránsito y no nos concedieron públicamente ni uno de nuestros reclamos —solo aceptaron una reunión cara a cara para luego violar lo acordado—y nos aplastaron con sanciones disciplinarias, nos tenían miedo. No más que nosotros a ellos, seguro, pero Romero perdió las siguientes elecciones, demoraron diez años en proponer otro aumento en los costos de matrícula —en Estados Unidos los aumentos no cesaron—, reformaron la Guardia Universitaria y los Populares se convencieron de que no podían gobernar si no coqueteaban de un modo u otro con esas fuerzas.
No lo sabíamos entonces, el debilitamiento de nuestras organizaciones era parte de las transformaciones sociales de finales del siglo pasado que por un lado cerraban el camino al socialismo que el PSP intentó abrir por vía electoral y que, por otro, voces alternas ganaban protagonismo y democratizaban la lucha por la justicia social, dejando a un lado la agenda —para algunos ya gastada— de la patria y la nación.
Pocos años después del 81, mientras protestábamos contra un negocio de comida rápida en el Centro de Estudiantes, otres exhuelguistas vendían jugos, sándwiches y frutas con yogur en la Plaza Antonia Martínez, dando los primeros pasos de una nueva cultura culinaria en el Recinto. Cuando las protestas estaban prohibidas, fue la creatividad de los Teatreros de Rosa Luisa Márquez y Antonio Martorell quienes nos sacaron del silencio con la Marcha del No: una alegre comparsa que terminó frente a la Torre, cantando consignas y canciones contra la carrera armamentistas, la violencia y la injusticia social, entre otras muchas cosas.
La huelga del 81 sentó el precedente que se reiteraría posteriormente: a cada aumento, una huelga. Pero las nuevas generaciones aprendieron de nuestros errores y más importante aún añadieron e incluyeron voces cuyas agendas no eran visibles en las luchas nacionalistas y socialistas de antes. Repetían y recirculaban viejas consignas, con más panderos que antes y con mucha más diversidad y equidad de género y orientación sexual. En el 1992 acamparon dentro del Recinto y lograron posponer futuros aumentos; en el 2005, cerraron los portones y controlaron el tránsito por el Recinto, forzando a la Administración a proponer acuerdos, aunque creando sinsabores entre sectores tradicionalmente solidarios con los estudiantes.
La huelga del 81 sentó el precedente que se reiteraría posteriormente: a cada aumento, una huelga. Pero las nuevas generaciones aprendieron de nuestros errores y más importante aún añadieron e incluyeron voces cuyas agendas no eran visibles en las luchas nacionalistas y socialistas de antes.
Limitadas las opciones en la colonia las diferentes administraciones han insistido en cuadrar su mediocridad a costa del bolsillo de su clientela y en el 2010 el estudiantado les sorprendió tomando el Recinto de Río Piedras y los otros diez con inigualable astucia y arrojo. Mediocremente intentaron eliminar las excepciones de matrículas levantando la oposición unánime de estudiantes en solidaridad con sus atletas, teatreros, músicos e hijos de empleados. Por más de un mes en esos centros, les estudiantes ensayaron nuevas formas de saber y quehacer universitarios que atisbaban un nuevo modelo de país. Torpemente, la Policía cercó el Recinto de Río Piedras generando un apoyo casi unánime de la población. Y mientras la Policía arrestaba y golpeaba a un padre —exhuelguista del 81— por darle café a su hijo a través de las rejas, por otro, un empleado detenía su camión para lanzar cajas y cajas de agua por encima de las verjas y de reclutas boquiabiertos. La victoria que alcanzara esta huelga sembró esperanzas en el estudiantado y la comunidad en general, que pocos meses después la imposición de la cuota y la represión policial aplacaron.
Triste es pensar que tanta creatividad y esfuerzo no haya llegado a su meta, la cual como la tortuga a Aquiles parece inalcanzable. A estos cuarenta años de luchas le han correspondido la irresponsabilidad y el pillaje de los partidos en el poder colonial. Estos han hecho de la Universidad parte de su botín, y su egoísmo les impide crear un sistema de educación que no esté sujeto a sus derroteros. Más de medio siglo de reclamos por autonomía y democracia parece que ha sido insuficiente. Aún así, prefiero imaginar que siempre habrá estudiantes dispuestas y dispuestos a hacer sus sueños sin permiso, aunque sea “arando el porvenir con viejos bueyes”.