Mural de la Memoria | Lo que vino después…
Una reflexión indefinida
Rafael Pabón
Mi relación con la vida universitaria y las luchas estudiantiles viene de atrás, de mi familia.
Mis padres eran profesores universitarios. Mi madre Delia era socióloga y curadora de males espirituales y coloniales, y mi padre, Milton, profesor de ciencias políticas y luchador incansable por una reforma universitaria y patriótica. Mi padre fue recomendado y escogido tanto por la administración universitaria como por los estudiantes, para mediar aquel conflicto universitario. La terquedad de ambos bandos lanzó por el piso muchos de los logros de su gestión. La historia se repetía.
Mi hermano era militante del Movimiento Socialista Popular (MSP), como tal estuvo destacado y activo en la huelga del 81. También había sido dirigente de la Unión de Juventudes Socialistas (UJS), una organización de izquierda que recogía fondos para la revolución vendiendo donas Aymat en las luces. La UJS tuvo un rol protagónico en el proceso huelgario y su desenlace.
Yo, por mi parte, fui reclutado para formar parte de la UJS por un cuadro de la organización cuya función consistía en educarme políticamente hasta convertirme en un hombre nuevo y revolucionario. Nuestras reuniones se llevaban a cabo en un negocio de Río Piedras dedicado a la cervezas y al ron. Primer error. Nuestras citas, semi-clandestinas, eran los sábados por la mañana. Segundo error. Llegaba trasnochado y con un espíritu más bullanguero que revolucionario. Me asignaban libros de Marx, Lenin, Mao y hasta de Ho Chi Minh. A esa hora de la mañana lo único que podía manejar era alguno que otro cuento de Corín Tellado. Algo se me habrá pegado, porque con los años me dejé un bigote revolucionario y me integré a muchas luchas, sin sacrificar mi inclinación por la bohemia y el mundo marginal.
De joven estudiaba en la Escuela Superior de la Universidad y no estaba ajeno a muchos de los reclamos del movimiento estudiantil. Mi primer encuentro con un evento huelgario universitario fue para los años 70, cuando un grupo de estudiantes se lanzó a una huelga de hambre en la Torre universitaria. Lo más que me impactó en aquellos días, aparte del estado de deterioro físico de los huelguistas y su barba abundante, fue el fuerte olor a sicote producto de muchas semanas de ocio combativo.
La huelga del 81 nos cambió a todos.
Por primera vez experimentamos en carne propia la cara represiva de un gobierno que intentaba distanciarse de los regímenes autoritarios y dictatoriales de algunos países vecinos bajo el camuflaje de ser una democracia representativa. A la misma vez, aprendimos, gracias a la terquedad de un sector del liderato estudiantil, que las huelgas no son revoluciones y que si estas se estiran mucho terminan rompiéndose como los chicles.
En adición, pudimos comprobar el poder de convocatoria que teníamos como movimiento y nuestra capacidad organizativa. Quizás faltó tener la madurez política suficiente para retirarse estratégicamente, reagruparnos y regresar luego con más fuerza, quizás en un momento más oportuno y más simpático. Debimos ser más celosos en mantener la opinión pública a nuestro favor y demostrar la capacidad de ser flexibles cuando el momento lo requería.
También pudimos ser más consecuentes con nuestro discurso y con nuestras acciones. Si criticamos la intromisión de terceros y partidos políticos a favor de la administración universitaria, no debimos permitir lo mismo por parte de los movimientos políticos pro estudiantes. Ni Fortaleza ni MST. Digo, si realmente abogamos por una autonomía universitaria real.
Esas, para mí, fueron algunas de las lecciones más significativas, sin entrar en aguas más profundas ni métodos dialécticos ni luchas de clases.
Mi participación no fue muy protagónica. En aquellos días dividía mi tiempo entre las luchas y el placer. Por el día escuchaba a Silvio Rodríguez y por la noche a Toño Rosario. Huelga por el día, y bebelata por la noche en alguna barra indecorosa de mala muerte. Para algunos compañeros que llevaban la huelga como una secta o culto religioso, mi comportamiento podría catalogarse de pecaminoso, anárquico y hasta contrarrevolucionario.
Un día fui designado a colaborar con una compañera en una misión secreta en la zona de combate por el alto mando revolucionario. La misión consistía en cargar una mochila de piedras y regresar a la línea de piquetes. En medio de la misión pasó un carro de encubiertos universitarios. Tuvimos que fingir una escena amorosa para despistar al enemigo. Pasó el carro y yo quería seguir en aquel rol de enamorado furtivo. La compañera me llamó a capítulo y me recordó los cánones de ética estudiantiles y revolucionarios. La revolución y el placer no se mezclan. Nunca aprendí bien aquella lección.
Entre mis recuerdos quedan las horas interminables de reuniones de mi padre con los estudiantes y la administración, las negociaciones, las llamadas, las consultas, los casi acuerdos, las promesas incumplidas, la terquedad y al final… la cara roja, enfurecida y rabiosa de mi padre al recibir la noticia de que en aquella importante asamblea donde se había hecho un compromiso de aceptar los acuerdos y finalizar la huelga, el liderato estudiantil la había cagado.
El resto es historia.
No nos pararán.